Espectáculos

Ramón García: "Yo nunca quise ser actor, en mi test vocacional salí hasta de sacerdote"

Desde una adolescencia en traje militar hasta una adultez en sotana gracias a "The young pope", el actor peruano repasa su trayectoria y revela su mayor sueño sobre tablas.

Ramón García revela episodios fundacionales fuera y dentro de las luces de grabación. Foto: Leonardo Santana / La República
Ramón García revela episodios fundacionales fuera y dentro de las luces de grabación. Foto: Leonardo Santana / La República

Ramón García atesora dos pistolas, una CZ belga y una Walther PPQ. Cuando no monta espectáculo, las desenfunda y practica tiro de precisión. También juega paleta de playa y cuida de Pancho y Kiwicha —un perro de aguas español y una mestiza rescatada en pandemia—. Cada dimensión no televisada le aporta particularidades a su faceta pública, la actoral: para la audiencia peruana de los 90, es Chapana; para la del 2000, Paquete. Para los más de 76 millones de usuarios de HBO, es el cardenal Aguirre.

Pero alguna vez, el 2 de febrero de 1977, fue el tío rico, el protagonista de una adaptación universitaria de la obra de Augusto Boal. Carlos Padilla, el director teatral, incentivó su debut con una cláusula de confianza: “Si yo te digo que lo puedes hacer, lo puedes hacer”. Y lo hizo en la Universidad de Lima. Luego, cuando apenas reservaba su matrícula en la Universidad Católica, lo llamaron para conformar el elenco de Tartufo, de Molière. 

“Uno no busca la actuación, la actuación lo busca a uno. (....) Yo nunca quise ser actor. No estaba en mis planes. Incluso en mi test vocacional salí hasta de sacerdote. Yo siempre bromeo con eso, digo que me quedé en cerdote nomás”. Ahora tiene 73 años —se bautizó, casó y abandonó el alcoholismo y la drogadicción a los 36— y su mayor propósito sobre tablas es encarnar a un payaso veterano bajo las pautas del ruso Oleg Popov: con más desarrollo corporal que diálogo. 

“Es mi sueño y no sé si algún día lo haré. El payaso ya no trabaja y como el circo no lo quiere botar, lo tiene en un rinconcito. Él trata de hacer sus trucos y no le salen. Casi no habla. Se ha vuelto loco porque en una función su hija, que era trapecista, se cayó y murió. Es una idea. Se la he dado a varias personas para que la escriban. Al final aparece la hija como un ángel, entonces el payaso se entusiasma y logra hacer el truco —que no sé cuál será—. Dice ‘Sí pude’ y muere”. 

—Y de los personajes que ha interpretado, ¿por cuál posee un aprecio especial?

—Hay uno que recuerdo, pero no porque lo haya querido como Chapana, por ejemplo. Que Chapana es un poco Ramón. Pero antes de la pandemia hice un microteatro que se llamó “Alma de drag”. Era una ex drag queen, un hombre de edad, a la que invitan a un show, pero no quiere ir. Entonces le dicen: “Tú nunca has tenido miedo. Es más, tú has sido líder de los movimientos homosexuales”. Y lo que pasa es que poco a poco va diciendo la verdad: le quedan dos meses de vida.

Para mí fue muy bonito porque la gente se reía y, en un segundo, estaba llorando. A los segundos estaba riendo otra vez.

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—La actuación lo ha llevado a asumir riesgos que tal vez por su cuenta no hubiera asumido. Por ejemplo, manejar una moto. ¿Qué otras actividades inusuales hizo?

—Sobre todo en cine. Cuando empecé, trabajé mucho con Lucho Llosa, y Lucho solía hacer películas de acción. Me decía “¿Chato, qué vas a hacer?”. Planeábamos y yo me lanzaba de un helicóptero. Me gustaba. Había que realizar algunas cosas muy peligrosas. Ahora ya estoy viejito, ya lo pienso dos veces. (Risas)

—Correr y rezar al mismo tiempo también es inusual.

—Eso fue una etapa un poco fastidiosa. Hasta antes de casarme cometí demasiados errores y, para salir de ellos, tenía que desintoxicarme. Apliqué lo que aprendí en el colegio militar. 

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Reanudó el ejercicio y el rigor que aprendió en el Leoncio Prado, le sumó plegarias y escapó de las embestidas del vicio luego de encontrar la foto de Catalina, su madre. “Bueno, vieja, ya te entendí. Felizmente no me has pegado”, pensó. Correr y rezar. “Ahí comenzó el proceso de desintoxicación. Hace 37 años ya no consumo nada. A veces me tomo un chilcano, una copita de vino. Pero yo tomaba tres botellas de ron en una sola noche”.  

—La memoria de su madre fue pieza clave. ¿Cómo contempla esa etapa ahora?

—Es un poco complicado porque primero murió mi padre, cuando yo tenía 9 años, y luego mi madre, cuando yo tenía 13 o 14. Pero su relación conmigo fue muy dura. Ella me pegaba por cualquier cosa, por cualquier error. Además, yo era inquieto, en el colegio no hacía las tareas. Siempre tenía mala conducta. Para doblegarme me metieron al colegio militar. Entonces, cuando falleció mi madre, hubo una suerte de “Por fin, libre”. 

—¿En qué momentos siente más la soledad?

—En la noche, en la madrugada. (...) La soledad me acompañó desde que quedé huérfano hasta los 36 años. Nadie puede estar dentro de tu cabeza y en ese sentido siempre estás solo. Siempre. (...) La soledad que sentía Ramón cuando era huérfano la sentí con “Paquete y Camote” o con “El 10 de la calle”, cuando la 'Foquita' tenía que salir del Municipal para ir con Alianza Lima. Esa tristeza de despedirme de alguien, de saber que ya no lo voy a ver más.

—¿Llegó a sentirse solo en Roma cuando interpretó al cardenal Aguirre?

—Sí. Cuando no estaba mi esposa (Carmen Fernández), me daba pena que ella no viera lo que yo veía. (...) Una especie de culpabilidad. “Yo estoy disfrutando de esto y ella no”. Comencé a ahorrar plata y me la llevé las dos veces que estuve allá. Es más, la segunda vez yo pedí permiso a la producción. (...) Y cuando llegó, el mismo Sorrentino la recibió. La atendieron como una reina. 

“He must be very funny”. La demanda de Paolo Sorrentino, el cineasta italiano y también artífice de “Fue la mano de Dios” y “La gran belleza”, calzó con la figura de tutor agudo que Ramón García había desempeñado en la pantalla nacional. “Fue una Tinka”, asegura el actor peruano.

—¿Qué fue lo mejor de “The young pope” y “The new pope”?

—Todo el aprendizaje, el profesionalismo, el respeto. Fue muy, muy, muy bonito. Y la camaradería, la compañía. (...) Me trataron muy bien. Y bueno, la sonrisa, la satisfacción más grande fue cuando interpreté con Jude Law una escena en castellano para la que me preparé mucho. El gesto, cada respiración, cada movimiento, cada mirada. Y llegó el día y la grabamos.

Sorrentino hace tres, tal vez cuatro, escenas por día. Pero a las 11.00 a. m. ya habíamos terminado. El primero que se acercó fue Jude Law y me dijo “Congratulations”; después vino Sorrentino y me abrazó. Yo me tuve que ir a un rincón a llorar: en un país saludan y felicitan por un trabajo que, de repente, aquí no lo hubiese hecho.

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—¿Y lo peor?

Ramón García ocupa tiempo para hallar la respuesta y, cuando la descubre, no tiene que ver con la filmación sino con la adaptación ante un nuevo escenario: “El frío y la comida”. Sin embargo, al retornar al Perú, se sintió “triste, triste, triste” porque extrañaba la tranquilidad peatonal. Se familiarizó también con la cordialidad foránea, con la gratitud.  

—Usted es un usuario bastante activo en redes: ¿cómo maneja los comentarios malintencionados?

—Me río. Cuando compartí que me iba a Roma, uno escribió: “Para los 15 segundos que vas a aparecer”. Y entonces yo le contesté: “No creo que sean 15 porque me están pagando el pasaje, me dan comida, me dan alojamiento. Yo creo que van a ser 17”. La gente se le fue encima, ahí me di cuenta de cuánto me quiere. El tipo se borró, se salió del Facebook. (...) La gente está con el sable en la mano.

Su habilidad para operar con la crítica dañina es más alta que aquella para manejar la agenda. “Yo no uso, mi esposa sí. (...) Pero sé que en marzo comienzan los ensayos de ‘La vida es sueño’, una versión infantil. En la tarde empiezo a estudiar; me adelanto al ensayo y llego con un trabajo propuesto sobre mi personaje”.  

La oficina de Ramón —declarada como tal— es la taberna barranquina “Juanito”.  Atiende entrevistas, coordina con los de su rubro, pide café y sándwiches. “Aquí he crecido. Aquí he hecho mi tarea de colegio, de universidad”. Su maestro de vida es Francisco de Asís y su cifra cábala es el 23. “Antes de aprender el padrenuestro, aprendí el salmo 23: ‘El señor es mi pastor, nada me faltará’. Este es el año 23, yo creo que este es mi año”, dice mientras agita la mano cuyo anular viste un anillo en memoria de su promoción: la vigésima tercera del Leoncio Prado. Saluda a los comensales. 

Años atrás, cuando era un viajante veinteañero, levantaría la mano, pero para despedirse de una amiga prostituta en Sao Paulo. “Nunca tuve nada con ella y nos tratábamos como hermanos. Cuando nos separamos lloramos mucho porque éramos dos personas solas en el mundo. Vivíamos como hippies. Harta marihuana”. 

—¿Volvería a viajar como mochilero?

—Ya no puedo, me duelen hasta los bigotes.