Efraín Rodríguez Valdivia
Periodista
Después de la muerte, la leyenda. Y tras la leyenda, las anécdotas capitales que cimentan su existencia inmortal. Esos son los confines donde radica ahora el novelista Pedro Novoa Castillo, fallecido de cáncer de colon en Lima este fin de semana.
La anécdota, como en toda leyenda, reventó como una bomba. Corría marzo de 2012. Por las calles de Arequipa se paseaba la figura de un modesto treintañero junto a su esposa. Era Pedro Novoa Castillo, listo para recoger el galardón del premio de novela corta Mario Vargas Llosa de manos del propio Nobel arequipeño, cinco mil euros y el derecho a ser publicado en la Editorial Alfaguara. Su relato “Maestra Vida” le había ganado a 662 escritores de toda España y América continental.
En esas épocas, mientras yo trabajaba en la organización de ese premio, me dijo que esto le iba a cambiar la vida. Algo que se cumplió. Creció tanto literariamente que quedó finalista en varios certámenes internacionales de peso como el premio de novela Herralde de España.
Era un tipo simpatiquísimo. Al inicio nervioso, educado y discreto. A los cinco minutos, un ‘entrador’ limeño de barrio, un ilustrado con esquina, un salsero lector de César Vallejo. Pero, desde marzo de 2012, algo especial se incorporó a su infinita metamorfosis: se volvió arequipeño. Tras el premio Mario Vargas Llosa, le tuvo un cariño maternal a la Ciudad Blanca que lo vio consolidarse como un gran escritor. Nació carnalmente en Lima. Y Arequipa lo amamantó literariamente.
A diferencia del universo literario limeño, que fluye desde el foco mediático y crea irradiado en la influencia estética vargas llosiana, Pedro Novoa emergió solo, sin padrinos, letra por letra, dando martillazos sobre un teclado para ampliar las combinaciones creativas.
Debajo de su apariencia de profesor paciente habitaba un monstruo de las letras. Era una suerte de Juan Rulfo del Rímac que escribía novelas después de dictar clases. Un Franz Kafka limeño que fabulaba en el universo del realismo sucio, urbano y violento de la capital.
Un Louis-Ferdinand Céline peruano que supo unir las mejores lecciones de William Faulkner, Albert Camus, Rainer María Rilke, Charles Baudelaire, Emil Michel Cioran y sus padres creativos characatos Mario Vargas Llosa y Oswaldo Reynoso en sus libros. Allí están sus novelas “Seis Metros de Soga”, “La Sinfonía de la Destrucción”, “Tu mitad animal”, la póstuma “La Metamorfosis 2.0” y la entrañable “Maestra Vida” como gran legado cultural peruano y latinoamericano que la literatura ya empezó a recompensar.
El mejor amigo de Mario Vargas Llosa, Juan Jesús Armas Marcelo, le dijo en Arequipa que es grande ser chévere. Pero era más chévere ser grande. Y él, con justa razón literaria, lo había logrado.