Escribe: Alberto García Campana.
Muy pocos son los jóvenes que saben del vertiginoso cambio que ha sufrido la ciudad del Cusco en los últimos 50 años. Y no solamente en su estructura física, sino también en sus usos, costumbres y formas de relacionarse. Ciertamente, hay una marcada diferencia en el uso de los celulares y los teléfonos de disco para marcar, de color negro, ante el cual los antiguos cusqueños formábamos largas colas si queríamos comunicarnos con familiares o allegados que se encontraran en otras ciudades.
Por entonces, la parte urbana de la ciudad del Cusco terminaba unos metros antes de lo que hoy es la Ciudad Universitaria de Perayoc. Allí había un árbol de chachacomo que marcaba el fin del área residencial y el inicio de extensas zonas de cultivo, especialmente de maíz, habas y papa.
Hoy, aún se pueden apreciar los restos del viejo chachacomo, a unos metros del paradero de buses Amauta, en el carril de subida.
El transporte urbano no existía tal cual lo vemos hoy. Las escasas unidades partían de la calle Santa Clara y llegaban hasta Perayoc mientras que de calle Nueva emprendían recorrido hacia San Jerónimo, pero éste era en realidad un viaje interprovincial que duraba a veces hasta dos horas, tanto por la existencia de una trocha carrozable como por la categoría del transporte que combinaba carga con pasajeros.
La Empresa Flores (buses verdes) y la Empresa Patrón San Jerónimo (buses de color rojo) controlaban todo el parque automotor. Después, a mediados de la década del 80, llegaron para sorpresa de muchos los buses llamados “ikaros” o “acordeones” que pertenecían a la Empresa Nacional de Transporte Urbano , Enatru Perú.
Con la llegada al poder de Alberto Fujimori, se liberalizó el servicio de transporte urbano y llegaron cargamentos de vehículos denominados “kombis”, que saturaron las vías locales.
50 años después, el control de tarifas, las “palomitas blancas”, las batallas campales de transportistas por abarcar algunos metros más de pista, son solamente recuerdo.
También hace medio siglo atrás, las amas de casa establecían una relación tan cercana con los dueños de tiendas de abarrotes que las palabras “rebajita”, “caserito” “aumentito” eran parte de un código lingüístico compartido y aceptado.
En las pequeñas tiendas todo se vendía al peso siendo la medida general la libra, por lo que era común pedir una libra de fideo, media libra de arroz, etc.. Ya después se impuso el kilo. Aun así, los productos se despachaban envueltos en papel periódico, cuidadosamente doblado por las esquinas.
Pero, las señoras que despachaban en las tiendas de la esquina, cumplían ciertos protocolos como requisito para mantener el negocio: nunca vender sal después del mediodía y jamás barrer el local en horas de la noche.
Lo dramático de la situación es que junto a los productos alimenticios, casi siempre estaba el cilindro del cual se medía el kerosone para su venta como combustible para las cocinas artesanales conocidas como “primus”. Por esta cercanía, a veces el pan adquiría un fuerte olor a kerosene. La puesta en funcionamiento del supermarket “El Chinito”, primero en la calle Matará y luego en avenida El Sol, constituyó toda una revolución: por primera vez, el comprador podía escoger los productos, mirarlos por el derecho y por el revés y luego pagar su precio en caja.
Hoy, con la instalación de los grandes almacenes, ya han pasado al recuerdo las formas de relación cercana y casi familiar entre bodeguero y cliente.
Si bien la ciudad del Cusco fue pródiga en dar nacimiento a numerosas publicaciones escritas, fue en la época dorada del periodismo (entre 1960 y 1978, aproximadamente) en la que las páginas de los diarios locales cobijaron a escritores que se aproximaron al periodismo.
Fue tan generosa la aceptación de publicaciones como El Comercio, por ejemplo, que sus propietarios lanzaron una edición diaria vespertina, que sumada a la edición matutina, publicaba artículos de Gustavo Pérez Ocampo, Miguel H. Milla y otros.
Y todos ellos daban a luz sus memorables artículos, golpeando a furia incontenible las máquinas de escribir marca Olivetti, Royal y Remington.
Cuando hoy, en tiempo de ordenadores inteligentes, de aparatos digitales que transmiten hechos a increíble velocidad, cuando las imágenes vuelan de un lado a otro del mundo en cuestión de segundos, resulta conmovedor recordar que los periodistas de vieja data pleiteaban a diario con las máquinas de escribir, tratando de reparar las cintas ya agujereadas para que las letras puedan medianamente ser visibles.
Y los periodistas de radio utilizaban unas grabadoras gigantes que, generalmente colgadas al hombro, contenían cassettes que tenían duración de 60 y 90 minutos, y que cuando llegaba al final de un lado, había que darle vuelta para empezar a grabar por el otro.
La banda Cazorla fue, sin duda alguna, la palabra mayor en cuanto a festividades se refiere. Además de esos músicos de vientre prominente, los jóvenes de aquellos años gozaban con la música del grupo de nueva ola Los Espectros. Y su tema emblemático “Dolor se paga con dolor” mientras que los románticos sufrían y lloraban con Lucho Lastarria y su inolvidable tema “Aleluya para un solitario”. Los discos de este cantante cusqueños se ponían a la venta en dos presentaciones: el disco de vinilo de 45 revoluciones por minuto con dos canciones, una a cada lado, y los long play, de 33 rpm, que ofrecían 12 temas musicales, seis a cada lado. Y el reproductor era el tocadiscos, una especie de caja con una manija al cabo de la cual se incorporaba una aguja, que era la que “leía” las canciones.
Hoy, en tiempo de coronavirus, cuando solamente hay fantasmas que recorren las calles de la vieja ciudad de los Inkas, qué reconfortante es echarle una mirada al pasado, aunque solamente sea para nutrir la nostalgia y para decirles a los jóvenes de hoy: “nosotros sí hemos conocido el Cusco en todo su esplendor”.