Jesús Díaz Príncipe
Viernes, nueve de la mañana. Ufano en su andar, aún incrédulo de tanto reconocimiento, Jeiko Yenque Balarezo encamina a su padre hacia una nueva oportunidad para subsistir. A sus cortos nueve años entiende lo que significa la escasez del recurso hídrico y que la insensatez de la gente atente contra el futuro de las familias del asentamiento humano San Pedro, en Talara (región Piura).
Los casi 30 grados de las primeras horas del día acompañan al niño sensación y su papá José Yenque, quien confiesa haber dejado sus labores de pesca diarias para cubrir jubiloso el trayecto hacia Las Peñitas, en una caminata de veinte minutos.
Existe mucha complicidad entre ellos, por ejemplo, comparten anécdotas y recuerdan con especial interés la condecoración de la ministra del Ambiente, Fabiola Muñoz, el último fin de semana, en Negritos. Aunque admiten que hubiera sido especial que se concretara en la playa que visitan asiduamente y que le dio la posibilidad a Jeiko de estar en boga en una sociedad desprovista de conciencia ambiental.
Guerrero. Con una bolsa en mano, Jeiko y su padre recogen los desperdicios que arrojan en las playas de Talara.
La brisa, la fauna y la tranquilidad del horario aportan a la espontaneidad del menor, mientras recorre los últimos metros de la orilla antes de ingresar en la bahía donde inició todo. Con la confirmación de ser el único de cuatro hermanos en interiorizar con mayor ahínco las características del jefe de familia, en cuanto a cuidado medioambiental, Jeiko se muestra cada vez más ansioso.
Ya en Las Peñitas, José trae a colación el momento en que los ojos de un país entero voltearon por un instante a su lugar natal y que se vio reflejado a través del tercero de sus vástagos. Reconoce que haber tomado la decisión de registrar en video la acción de Jeiko y subirlo a las redes sociales, le trajo una serie de satisfacciones que van más allá de todo. Las felicitaciones y otras muestras de apoyo no se vieron empañadas ni siquiera por la malicia de algunas personas que entendían que todo había sido planificado.
Para nada. Bastaba con observar el talante del pequeño para comprobarlo.
El panorama del sector era distinto, no era fin de semana, los visitantes no estaban presentes; pese a ello no esperó indicaciones: tomó una bolsa y fue recolectando los desperdicios. Su padre hizo lo propio. Y terminó motivando a las dueñas de los restaurantes colindantes, que disponían sus recintos desde tempranas horas, para hacer lo mismo.
Antes de volver, los presentes reconocieron la importancia de la labor de Jeiko, sobre todo por la problemática de residuos sólidos que los aqueja día a día y el impacto medioambiental, lo que a su vez significaría tirar por el suelo toda intención de convertir la playa en atractivo turístico.
Cerca del mediodía, padre e hijo deciden regresar a casa con la satisfacción de un nuevo día de contribución, pero entendiendo que la tarea y la búsqueda del cambio social es mucho más compleja y desgastante.
La elocuencia del pequeño Jeiko se sostuvo hasta al final. Claro, cómo no creer en un niño que afirma que su peor miedo es que se mueran los peces y su playa favorita desaparezca.