He puesto mi perfil en una página web para conseguir pareja. Es muy sencillo. Y con sólo responder a unas preguntas, me prometen conseguir el amor. El cuestionario está redactado de manera que uno pueda precisar sus deseos sin ser políticamente incorrecto. El primer punto es “¿Te gustaría iniciar una relación sentimental?”. Puedes responder que “no” si sólo buscas una relación sexual. Para evitar malentendidos, el siguiente punto te pide tu estado civil. Si escribes “casado”, por ejemplo, queda claro que solicitas amante. En un bar, tendrías que vencer tu timidez, acercarte a otra persona, quitarte el anillo de compromiso y mantener cierta información ambigua, al menos durante los primeros minutos de la conversación, hasta haber hecho contacto en firme. Pero aquí, la información va antes que el contacto personal. No hace falta mentir para impresionar. Ahora debo definir mi personalidad. Toda. En una palabra. Esto es más difícil: ¿Soy “sensible” o “sociable”? No se puede ser ambas cosas. ¿Soy “aventurero” o “tranquilo”? Una de las opciones es “inspira confianza”, aunque yo no confiaría en nadie que se presente diciendo “hola, soy Pepe e inspiro confianza”. Otra de las opciones es “exigente”. Me pregunto si alguien seleccionará una pareja que se defina como exigente, qué estrés. Selecciono “bien humorado”, aunque temo que parezcan puras ganas de agradar. A continuación llega la parte del aspecto físico. Debo definir mi color de ojos. Me gustaría que fuera “avellana” pero debo admitir que sólo son “marrones”. Y que mi color de pelo ha dejado de ser “castaño” y se ha convertido en “canoso”. Empiezo a encontrarme vulgar y viejo. Pero lo más complicado es definir mi complexión. Nuestra sociedad estigmatiza a los gordos. Poca gente se definiría así o mostraría interés por quien lo hiciese. El vocabulario para la complexión es un esfuerzo de delicadeza en varias categorías, desde el radical “robusta” hasta el más amable “algunos kilos de más”. Yo coloco “normal” aunque supongo que todo el mundo cree ser normal. Ahora que está claro cómo me veo, debo definir cómo veo la vida. Aparte de mi nacionalidad y religión, debo consignar mi raza, aunque ese incómodo término ha sido desplazado por “origen étnico” (indio, africano, asiático...). En el mismo nivel de importancia, debo aclarar si fumo. Hoy en día, es un dato tan importante como la religión. Ahora bien, ¿sirven todos estos datos fríos para conseguir pareja? La respuesta es sí. Cada semana, 20.000 personas se inscriben en esta página, que ya ha superado los nueve millones de usuarios. Y el boom no se limita al mundo hispano. Casi el 5% de los norteamericanos que se casan se han conocido a través de agencias matrimoniales virtuales, una industria de casi mil millones de dólares anuales. La líder del mercado en ese país cotiza en Nasdaq y vale 5.500 millones. Hay agencias especializadas en católicos, chinos, demócratas o jubilados. Una de ellas promete una efectividad del 75%. Otra se basa en un algoritmo matemático de 136 reglas. Susan Sontag decía que el amor es la única relación humana realmente misteriosa. Hegel, que teorizó sobre absolutamente todo, admitió que en el amor había algo que escapaba a la razón. Durante siglos, el hombre ha considerado que este sentimiento está más allá de la lógica. Pero en la era de Internet, el amor es un algoritmo matemático de 136 reglas. Podemos empaquetar el amor, reducirlo a una serie de parámetros estables, ofrecerlo en un escaparate y venderlo. Podemos calcular matemáticamente la posibilidad de amarse de dos personas. Los grandes pensadores humanistas jamás lo habrían admitido. Aunque quizá Schopenhauer habría tenido un concepto más generoso sobre las mujeres si hubiese entrado en Meetic. O en eDarling.