Por Raúl Tola A Julian Assange, el australiano de 39 años fundador y editor de Wikileaks, le han dicho de todo menos timorato. Los 251,287 informes hechos públicos, elaborados con una conmovedora franqueza por funcionarios de EEUU regados por el mundo, desarrollan temas tan diversos como la salud mental de Cristina, las «fiestas salvajes» de Berlusconi, el autoritarismo machista de Putin, el programa nuclear de Irán o los esfuerzos de Washington por marginar a Hugo Chávez. Para mayor difusión, Wikileaks decidió entregar el material a The Guardian, El País, The New York Times, Der Spiegel y Le Monde, y cada uno trabajó por separado las historias que consideró noticiosas. Esta medida no evitará, sin embargo, que, con tantísimas novedades, muchas de ellas terminen por pasar desapercibidas o sean ignoradas. Esto le ha valido a Assange ser víctima de una feroz cacería, que comenzó el pasado 3 de agosto cuando, durante una comparecencia ante los medios, el portavoz de Defensa Geoff Morrell dijo: «Si hacer lo correcto no es suficiente para ellos, entonces miraremos qué alternativas tenemos para obligarles a hacer lo correcto». A partir de ese momento se han sucedido arremetidas legales de bancos, acusaciones por violación y abusos sexuales contra dos mujeres que comenzaron en Suecia y se han extendido a toda la jurisdicción de la Interpol, una amenaza de ser procesado por la Ley de Espionaje de los EEUU, ataques de un sinnúmero de medios y hasta de antiguos colegas, que han incidido en el talante dictatorial de Assange y en la decisión de revelar los nombres de varios informantes, poniendo sus vidas en riesgo. Por supuesto, también le ha significado elogios reiterados por su arrojo en la defensa del derecho de los ciudadanos del planeta a estar bien informados. ¿Hizo bien Assange al revelar todo lo que hoy, gracias a la ventana de Wikileaks, hemos conocido? Creo que sí. Como dice Javier Moreno, director de El País, el periodismo «tiene muchas obligaciones. Entre ellas no se encuentra el proteger a los gobiernos, y al poder en general, de situaciones embarazosas». Imagino cómo deben sentirse los gerifaltes de la diplomacia norteamericana, ahora que la peor de sus pesadillas, amanecer desnudos, con las miserias expuestas al resto del mundo, se ha cumplido, y ese sistema que inventaron, gobernado en apariencia por las verdades a medias y los sobreentendidos, pero que escondía bajo la alfombra profundas desconfianzas, desencuentros y traiciones, empieza a caerse a pedazos. Las revelaciones son valiosas porque ponen al descubierto la torpeza, paranoia y superficialidad con que operan un Departamento de Estado y unos servicios secretos que siempre han pretendido mostrarse sofisticados e infalibles, cuando a la luz de las nuevas evidencias son todo lo contrario. Pero también porque obligarán a cambiar muchos de los usos y costumbres que han hecho de este un mundo hipócrita.