Por Raúl Tola “Pues son un daño colateral”. Esa fue la respuesta que me dio hace unos años un airado empresario que defendía la absolución de Alberto Fujimori en los procesos que enfrentaba por violaciones a los DDHH, cuando le hablé de casos como el de Javier Ríos Rojas, el niño de ocho años que murió baleado en una quinta de Barrios Altos a manos del Grupo Colina. Al menos era honesto: no sostenía la inocencia de Fujimori frente a las imputaciones fiscales, sino la conveniencia de los métodos empleados por su gobierno: ¿No enfrentábamos una situación desesperada, y se consiguió la paz? ¿No vivimos ahora más tranquilos? ¿El progreso del Perú no le debe mucho a la amputación de esa lacra que fue el terrorismo? Cuando oí esa frase, que produjo un incómodo silencio en la mesa donde almorzábamos con otras tres personas, comprendí que no tenía sentido seguir discutiendo. No es la primera vez que me pasaba, ni será la última: cada tanto uno se encuentra con un fanático -con sus modales cuidados, y su traje y su corbata de diseñador, aquella persona lo era-, con quien debatir es perder el tiempo. Pero lo peor vino después. Envalentonado luego de ese arrebato de franqueza, el empresario terminó de resumir su credo con otra frase igual de contundente, que soltó de sopetón: “Con lo que sí estoy de acuerdo es que a Fujimori lo fusilen por corrupto”. Estuve a punto de atragantarme con el cebiche. En la lógica de mi interlocutor, un robo era más grave que la muerte de un inocente, pues era un freno para el progreso, en nombre del cual los asesinatos extrajudiciales estaban plenamente justificados. Esperé un rato, y pretextando una reunión urgente, me paré de la mesa y me marché. Recordaba esta anécdota la última semana, mientras leía en los diarios y veía en la TV las airadas reacciones de los jerarcas del PCCH luego del anuncio del Premio Nobel de la Paz para Liu Xiaobo, el activista condenado en 1989 a un año y medio de prisión sin sentencia luego de las protestas de la plaza Tiananmen, y en 2006 a once años por la Carta 08, en la que, junto con otros firmantes, solicitaba mayores libertades democráticas para su país. ¿Qué pensará aquel empresario sobre China, cuya economía crece a tasas estratosféricas gracias a un capitalismo de estado y a una abundancia de mano de obra, casi toda condenada a la semiesclavitud y el pauperismo? ¿La alabará como un “milagro”, como lo hacen todos aquellos que prefieren olvidar los inmensos abusos de los que son víctimas la gran mayoría de sus más de mil 300 millones de ciudadanos? Luego del anuncio, por ejemplo, dando la razón a las exigencias de cambio, las arbitrariedades arreciaron contra el entorno de Liu Xiabobo: decenas de disidentes han sido detenidos, acosados o golpeados; su esposa Liu Xia fue arrestada en su domicilio; la gran prensa silenció el anuncio e inició una avasalladora campaña de desprestigio en su contra, y el Ministerio de RREE calificó la designación como una «obscenidad». Al final, tanto crecimiento ha cambiado muy poco en China. Los únicos que se han beneficiado han sido los capitostes comunistas, que han legitimado su permanencia en el poder, y un puñado de empresarios nacionales y extranjeros, para los que la democracia no es más que retórica vacía, y que creen, como nuestro compatriota (y, me temo, como un importante sector de nuestra población), que en aras del progreso todo vale, hasta humillar y matar a los más débiles y desposeídos. La pregunta entonces sería: ¿de verdad esto es progreso?