Por: Umberto Jara
Estar en un presidio no es la única manera de estar preso. Se puede caminar por las calles y ser un recluso. Alguien puede delinquir y evitar los barrotes de una prisión pero seguirá recluido porque al mirarse a sí mismo sabe que no es inocente. Los seres humanos que transitan rutas equivocadas tienen esa condena. Saben en su intimidad la verdad pura y dura y en ese instante no hay excusas ni jueces amigos. Ahí asoma el silencioso sentimiento de culpa y la carga de la propia conciencia que conduce a la prisión personal.
La Sra. K salió del penal de Chorrillos con la misma actitud desdeñosa con la que ingresó: sonriente. Sin respeto hacia el país se exhibió junto al pasmarote de la carpa, como si hubiese incurrido en un mérito. No es dueña de ninguna victoria. Su exhibición irrespetuosa no cambia su condición de millonaria procesada. Sus cortesanos hablan de justicia y de libertad y encienden fuegos artificiales (dinero tienen), pero ella sigue siendo una prisionera. Sus condenas son varias y son más duras porque no están en el Código Penal. Es el desprecio que le prodiga la mayoría de peruanos por la soberbia y el egoísmo con que condujo a su horda parlamentaria en lugar de trabajar por el bien del país.
La Sra. K (que no trabaja) y el marido (tampoco) —ambos son pensionistas del BCP— utilizaron un argumento para solicitar libertad: la familia y las hijas sin madre. No obstante, ella, como hija, desairó a su madre para asumir el rol de primera dama de la Nación; después rompió con su hermano sancionándolo porque se esmeró en lograr un indulto para su padre; luego, con sus actos intransigentes reingresó a su progenitor al penal de Barbadillo. Esa es su otra condena y su prisión: el haber desintegrado su propia familia; cierto es que no era una familia ejemplar, pero familia al fin.
Cuando la Sra. K en este su retorno a las calles, vea que hay un Congreso clausurado tendrá que mirar atrás y tomará conciencia del capital político dilapidado. Tuvo una rotunda mayoría parlamentaria con la cual pudo haber generado las leyes que necesita el país y, así, habría logrado un sitial político importante; pero prefirió obstaculizar el desarrollo nacional por el irracional sentimiento de vengar la derrota que le infligió PPK, su también procesado contrincante. Esa es su otra condena: la prisión de su ocaso político.
Existe, para la Sra. K, una prisión más categórica: la del desprecio ciudadano. Podrá caminar las calles pero la acompañarán los barrotes de la indignación colectiva de un país que, en una inmensa mayoría, la detesta. Cuando los actos cotidianos no se pueden ejercer con tranquilidad —ir a un mercado, a un restaurante, a un cinema— sin generar miradas suspicaces, murmullos, ausencia de respeto, cuando eso ocurre, no existe libertad.
No ha recobrado, pues, ninguna libertad porque nadie es libre cuando una sociedad siente lo que Winston Churchill resumió, con ironía, en una frase certera: “Un buen político es aquel que, tras haber sido comprado, sigue siendo comprable”. La Sra. K, en ese sentido, es una buena política por eso sonríe con el cinismo de su oficio.