Por: Ricardo Uceda
El alcance del libro Vizcarra, de la periodista Rafaella León (Penguin Random House, 2019), está definido por el subtítulo: Retrato de un poder en construcción. Martín Vizcarra acaba de aportar mucho al bosquejo con su propuesta de Fiestas Patrias. Desde que dejó de ser gobernador de Moquegua tuvo claro que no le convenía estar con los fujimoristas. En cierto modo el libro es una crónica de sus relaciones con ellos antes y después de ser presidente. Vizcarra dice que estaban muy mal vistos por la población. La obsesión con la licencia social es un rasgo suyo para bien y para mal.
Sin embargo, le cayó mejor Keiko Fujimori que Pedro Pablo Kuczynski luego de que mantuviera sendas entrevistas con ambos, por primera vez, antes de las elecciones del 2016. Keiko se había preparado, tenía algo que sugerirle luego de haberlo estudiado. PPK, en cambio, lucía disperso y no le prestó atención. Después PPK le ofreció –aceptó al instante– la primera vicepresidencia, desplazando a Mercedes Aráoz a la segunda. Estaba entendido que aportaba una cuota provinciana y mestiza a la candidatura. Aunque no tenía vocación de dignatario decorativo, era prematuro discutir el tema. “Ya estoy adentro. Ya se verá”, le dijo a un amigo.
Cuando Fuerza Popular empezó a acosar al gobierno desde el Congreso, Vizcarra opinó que la respuesta debía ser más firme que la que se ofrecía. Dijo que lo que importaba era la opinión de la calle, no la de una mayoría parlamentaria. Otra vez la importancia de lo que piensa la gente (argumento de fondo en su discurso del domingo). En todo caso Vizcarra tenía mayor conciencia que PPK de la necesidad de escuchar a su base antifujimorista. Paradójicamente, el fujimorismo no percibió que se podía entender mejor con PPK que con quien lo sucedería.
En su primera entrevista con Keiko Fujimori, en la que ella procuró atraerlo, sin ofrecerle algún puesto específico, Vizcarra mintió: “Gracias, pero no he pensado ni siquiera si continuaré en política”. La siguiente reunión se produciría cuando PPK acababa de ser vacado. Fuerza Popular necesitaba decirle que lo dejarían gobernar tranquilo. Antes el propio Vizcarra le había asegurado a Daniel Salaverry que si PPK caía él asumiría.
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Una interpretación válida de los testimonios ofrecidos por el libro –la mayoría on the record, un gran mérito– es que entre los vacadores y el vicepresidente hubo un pacto implícito. No solo a Fuerza Popular le interesaba asegurarse de que recibiría la presidencia sin titubear –Mercedes Aráoz anunció que se iría con PPK– sino que había un interés de Vizcarra de que el hecho se produjera. No necesitaba decirlo. Su hombre de confianza en el Congreso, César Villanueva, quien estuvo a cargo de obtener las firmas para acusar a Kuczynski, no corrió la cancha sin antes asegurarse, con una llamada a Canadá, donde Vizcarra era embajador de Perú, que no estaba trabajando en vano.
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Los testimonios confirman que en esa tarea César Villanueva trabajaba en complicidad con el entonces hombre fuerte de Fuerza Popular en el Congreso, Daniel Salaverry. Ambos hablan en el libro sobre esa etapa. Aún quedan un par de preguntas sueltas. ¿Es cierto que Salaverry proporcionó al congresista Moisés Mamani el reloj con el que grabó las conversaciones privadas que produjeron la caída de PPK? ¿Es cierto que Villanueva le iba consultando a Salaverry nombres de algunos miembros del gabinete?
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Con Vizcarra en la presidencia Fuerza Popular se convenció al poco tiempo de que no sería posible algún tipo de entendimiento. En su testimonio, Vizcarra se describe parco en la primera reunión con Keiko en 2018 –poco después de asumir– y fastidiado después de una segunda, en la que percibió que ella quería darle pautas para gobernar. En la otra parte la expectativa inicial desapareció por completo. Tanto así que el ex secretario general de Fuerza Popular, José Chlimper, quien antes de la vacancia le había escrito dos cartas privadas a Vizcarra, y fue anfitrión de la segunda cita, hizo esta sorprendente afirmación: “Vizcarra nos usó para sacar a PPK”.
Es irrelevante si Vizcarra traicionó o no a PPK, aunque a este –quien también es entrevistado– aún pareciera atormentarle la idea. En ningún momento Vizcarra se sintió aliado del movimiento gubernamental ni amigo del círculo predominante en el poder. Tampoco estaba cómodo con la clase política actuante. En una CADE desapareció discretamente para no hablar con nadie. Aunque posee los méritos políticos clásicos del provinciano –ajenidad a los grandes poderes, modestia, apego al Perú Profundo, entre otros– Vizcarra padece también de provincianismo, un defecto para gobernar un país complejo: solo parece estar cómodo entre los suyos y con quienes le inspiran confianza. No sorprende su gabinete gris. Difícilmente lideraría un pacto de unidad nacional.
¿Es un populista y nada más? En seis entrevistas Vizcarra no expone una visión de los problemas principales, ni muestra un camino de salida, incluyendo la corrupción judicial y política, su gran tema. Se considera un hombre que lucha hasta el fin, pero el episodio del proyecto Chinchero –que asume por insistencia de PPK, duda, autoriza mediante una viceministra, retrocede ante el Congreso y el Contralor, renuncia– revela que hay algo en él que le pide dejarlo todo y volver a Moquegua. “Cobarde”, le dijo en algún momento PPK, y en el libro Vizcarra rechaza con vehemencia el adjetivo. Rafaella León sugiere que las maneras de su deporte favorito, la paleta frontón, son también las de su ejecutoria pública: rápidos reflejos, respuesta contundente, sentido de alerta. Políticamente hablando, alguien que improvisa según como viene la bola.