“A José Enrique no lo han liquidado, que conste, pero sí lo han golpeado demasiado, y en esa lid dejó jirones de su piel en medio del zafarrancho de combate”.,Lo recuerdo pequeño y risueño y con pelo cuando llegaba con sus compañeros del Markham a la misa dominical en la iglesia del Movimiento Schoenstatt, en la calle Dos de Mayo, en Miraflores, donde todo el Sodalitium entraba. Apenas era un adolescente con cara de bebe. Comenzaban los ochenta, y el Sodalitium había dejado poco tiempo atrás la capillita del segundo piso del colegio Champagnat (donde hoy se encuentra la Universidad de Piura), cuyo aforo era muy pequeño. Cuando llegué ahí por primera vez, en 1980, luego de un retiro organizado por los sodálites, uno podía sentarse en las bancas. Luego, no sé cuándo, de súbito, el sitio reventaba de gente y habían chicos que se desmoronaban y caían al piso, desmayados, porque las misas eran eternas, faltaba aire, y muchos tenían que soplarse la liturgia de pie. Cuando eran cada vez más frecuentes los desvanecimientos y el desplome de cuerpos en el oratorio de los hermanos maristas, alguien negoció con los curas alemanes, y el Sodalitium entero se trasladó hacia Dos de Mayo. Fue el instante en que el Sodalicio penetró el colegio Markham por mediación del entonces sodálite Alberto Gazzo, apodado como “el apóstol de los niños”. El Markham se convirtió así en la cantera más relevante de la asociación de Luis Fernando Figari en aquel minuto. Uno de los tantísimos chicos captados de aquella época fue José Enrique Escardó. Siempre lo vi rodeado de sodálites de la denominada “generación fundacional”. Alfredo Garland. “Beto” Gazzo. O Germán Doig. Entre los que vienen a mi memoria. Quién iba a imaginar que, casi quince años después de que lo captaran y formatearan, se convertiría en un tábano de prosa límpida y sugestiva y sin eufemismos, la cual usaría para describir la institución que lo maltrató, particularmente durante la etapa en la que el Sodalitium deja de convertirse en un ambiente agradable para transformarse en un Guantánamo que cocteleaba lo religioso con lo sectario. Escardó fue el primero que se atrevió a enfrentarlos en el año 2000, cuando los sodálites ya eran poderosos y empezaban a hacerse ricos. Y lo hizo con una brutalidad refrescante, si me preguntan. Ahí están sus textos regados por internet y las redes sociales. Más tarde aparecieron otros como él. El oftalmólogo arequipeño Héctor Guillén y el empresario Eduardo Alt, ambos también víctimas del instituto de Figari. Y José Enrique siempre estuvo ahí, al lado de los que batallaban denunciando los abusos y excesos del Sodalitium. Siempre. En consecuencia, el Sodalitium y sus principales líderes, además del resto de sus adeptos fanatizados, desde su campana neumática, aislados del mundo real, se dedicaron a estigmatizarlo a través de campañas difamatorias y alacranescas. El eco de los turiferarios, o como quieran llamar a los talibanes de Figari, se prolongó durante años. Y ello, adivinarán, revictimizó más a Escardó, a pesar de su espíritu aguerrido y provocador. Pues como en todas las conflagraciones de carácter religioso, el Sodalitium procuró aniquilar al “enemigo”. A José Enrique no lo han liquidado, que conste, pero sí lo han golpeado demasiado, y en esa lid dejó jirones de su piel en medio del zafarrancho de combate. El Sodalicio le debe muchísimo a Escardó. Le debe, en primer lugar, una disculpa pública y otra en privado, mirándole a los ojos. Y luego debería ofrecerle el apoyo que necesita. Porque fue el precursor en dar el campanazo de alerta del cáncer del abuso de poder. Y porque sigue siendo una víctima del Sodalitium. En su caso, no solamente cometieron el error de no escucharlo, sino que se le fueron encima con todo, volviéndolo a maltratar despiadadamente. Su valiente presentación ante el Congreso de la República merece un reconocimiento y un agradecimiento público, porque fue el primero en alzar la voz.