Perú se marcha del mundial convertido en el segundo equipo de la mayoría. Contribuyó a ello su juego vistoso, atrevido y tenaz.,Como ocurrió en el Mordovia Arena de Saransk, donde una amplísima mayoría era peruana, Ekaterimburgo —la ciudad más oriental de todas en las que se juega Rusia 2018— estaba listo para la hazaña. Las cuatro tribunas de la insólita arquitectura del Estadio Central se rebalsaban de camisetas blanquirrojas, y en la mente de todos estaba el 1-0 que México le había propinado un par de días atrás a la todopoderosa Alemania. Perú llegó a Ekaterimburgo con la necesidad de un triunfo ante la difícil selección de Francia. Al equipo dirigido por Ricardo Gareca ya no le bastaban las buenas intenciones, el despliegue generoso y el toque demostrado contra Dinamarca, que tanto entusiasmo despertó. Ahora le tocaba convertir las situaciones de peligro en gol. Pero los minutos pasaron y, a pesar del buen partido de Aquino, Advíncula, Carrillo o Gallese, de dominar largos tramos del encuentro y jugarle de igual a igual a la selección de Pogba, Mbappé y Griezman, la pelota no entraba. Sí lo hizo un ataque francés generado por una mala salida peruana, que Giroud pateó ante la marca de Alberto Rodríguez. La pelota golpeó en el defensa peruano, sombreó a Gallese en su salida y fue añadida en la línea por Mbappé. Sería el único gol del partido. Todavía queda el partido contra Australia, pero Perú ya está eliminado de Rusia 2018. Mala suerte, falta de capacidad, superioridad del rival: escojan su explicación. Mientras escribo estas líneas, en un tren de Ekaterimburgo a Moscú, los análisis futbolísticos me importan muy poco. El simple hecho de haber llegado al mundial —casi de milagro, luego de estar desahuciados— era una gran alegría. Lo que ha venido después ha sido un añadido, una experiencia impagable. Perú se marcha del mundial convertido en el segundo equipo de la mayoría. Contribuyó a ello su juego vistoso, atrevido y tenaz. Pero también la marea de hinchas que han llenado las calles, plazas, estaciones de tren, aeropuertos, restaurantes, bares y los lugares más remotos de las ciudades por donde pasó el equipo. Muchos llegaron como pudieron, renunciando a sus trabajos, vendiendo sus autos y endeudándose hasta el cuello, a veces sin siquiera tener entradas ni alojamiento, dispuestos a dormir en la banca de un parque con tal de escuchar el rumor de las tribunas, de cantar «Contigo Perú» y el himno nacional desde la puerta del estadio. Siempre sonrientes, con el «arriba Perú» a flor de boca. Una extraña sensación de identidad, incluso hermandad, nos ha unido a todos los hinchas durante el mundial. Bastaba ver a alguien con una camiseta, un gorro o un abrigo peruano para saludarlo, conversar un rato, desearle suerte. Claro que hubo quienes vinieron a portarse mal, pero han sido una excepción. Estos días viajando por la inabarcable Rusia para ver fútbol me han terminado de demostrar algo que ya sospechaba: que el triste país de mi infancia quedó en el pasado, y ahora el Perú es un lugar abierto, de gentes tan osadas y atrevidas como cercanas y afables. Que queremos ser felices y cuesta mucho derrotarnos.