Esta semana se hizo realidad el sueño fujiaprista. Asfixiar económicamente a la prensa prohibiendo la publicidad estatal. ,Escribo desde una calle muda. El partido Perú–Dinamarca, en el campeonato mundial de futbol Rusia 2018, ha terminado con un marcador 1 a 0, perdiendo Perú. Hay caras tristes y desilusión, pero no decepción. El equipo peruano ha jugado con pasión y dignidad profesional. Hoy le toca perder, pero la campaña no termina. Recién empieza y se puede remar duro contra el desaliento. ¿Cómo sería nuestro país si pudiera recogerse un poco de esa emotividad tan sincera para regalarla en otros aspectos de nuestra vida? ¿No viviríamos mejor? Me conmueven estas barras blanquirrojas, inmensas, que vienen de tan lejos, porque ahí todos son iguales. No hay diferencias de edad, género, raza, origen, posición. Peruanos migrantes y peruanos venidos del Perú, hombres y mujeres, niños y viejos, familias enteras y familias armadas en el viaje se abrazan en la tribuna, a veces sin siquiera conocerse. Una empatía natural, una hermandad universal surge de lo más profundo cuando los peruanos se identifican con unos colores, un himno, una bandera y sus jugadores de fútbol. A pesar de todo, y contra todo, hay fe. Mucha fe. En medio de esta fiesta –porque una derrota no cambia la alegría de llegar a donde se ha llegado– nuestro país tiene una crisis política que sólo se agudiza día a día. Hoy detenta el poder de facto Keiko Fujimori, la candidata perdedora de las últimas elecciones. La corrupción sigue impune porque, entre otras cosas, el caso Lava Jato avanza lento y avanza mal. El Presidente Vizcarra debe su poder a la buena voluntad de su antigua rival, convirtiéndolo en un rehén de sus deseos, cada vez más vengativos e irracionales. Keiko Fujimori ha logrado recomponer su disciplinada e implacable mayoría en el Congreso expectorando a su hermano y a dos de sus aliados. Los accesitarios llegaron en menos de una semana, acompañados de las renuncias y adhesiones de otros congresistas, ya sea por afinidad o por pagar favores. Lo cierto es que ella consiguió 70 votos para vengarse del colectivo que más odia, después del defenestrado Kuczynski: la prensa. Fujimori sigue creyendo que la prensa y el ex Presidente Humala le robaron la elección. Todo su odio se concentra en exterminar a quienes creen serán –otra vez– los obstáculos de su triunfo en el año 2021 (o tal vez antes). Pero viene haciéndolo tan mal, pero tan mal, que su popularidad anda a la baja y en caída. Esta semana se hizo realidad el sueño fujiaprista. Asfixiar económicamente a la prensa prohibiendo la publicidad estatal. Por ejemplo, para este grupo periodístico, donde se publica esta columna, el ataque feroz constituye 3% de las ventas totales. Es decir, más que balazo es un pellizco. Pero a una radio provinciana –el vehículo más usado para difundir todos los avisos y campañas de todas las unidades ejecutoras del Estado– sí la mata. Y con su muerte o su heroica resistencia, hasta que este abuso inconstitucional se acabe –porque tarde o temprano se acabará– morirá la necesidad y el derecho de un pueblo a estar informado. Las implicancias sociales son muy duras y el fujimorismo y sus aliados deberán responder, algún día, por ellas. Nos podemos gastar varias columnas poniendo ejemplos. Basta con decir que el acceso a internet es limitado en el Perú y casi nulo en el área rural. Desde avisos de matrícula escolar, hasta llamamientos para el servicio militar voluntario, desde campañas de vacunación hasta programas para educar a las mujeres en sus derechos, todo se cancela por purita rabia. Por otro lado, la decisión de la CIDH de criticar severamente el indulto “humanitario” a Alberto Fujimori, pero ordenar al Tribunal Constitucional que resuelva su inconstitucionalidad (el Presidente también podría, cumpliendo el mandato de la Corte, declararlo nulo) pone a Keiko Fujimori en aprietos. Ella ha perseguido a su hermano por sacar a su padre de la cárcel negociando con Kuczynski. Nunca quiso a su padre libre de esa forma y así lo reconoció en un comunicado de su partido. Pero si él regresara pronto a la cárcel –y todo parece indicar que la libertad se le acaba, como máximo, en octubre– ella será vista como la gran culpable y su hermano menor se encargará de recordárselo toda su campaña. ¿Qué hacer? Keiko Fujimori ha corrido a tomarse una foto con su padre, ahora sí, pidiendo su libertad. La cara de Alberto Fujimori lo dice todo. No confía en su hija. ¿Podría Keiko Fujimori, inspirada por el pueblo al que dice servir, cambiar la rabia por la fe? ¿Podría, como lo hace nuestra selección de futbol, aprender a perder con dignidad? ¿Podría cambiar esa actitud prepotente, dictatorial y abusiva para construir un liderazgo basado en el respeto como el que ha logrado Gareca? De poder, podría. De querer, dudo que lo quiera. El problema es que en su suicidio político arrastre a todo el país con ella, sin ninguna medida pensada en el bien común, sino en pequeñeces y mezquindades que le den, cada día, más poder de facto y menos libertades a todos los peruanos.