Tengo un amigo que caza monstruos. En plan Van Helsing, digamos. O algo así. Se llama Alberto Athié. Fue cura y es mexicano. Lo conocí hace poco más de un año, en el marco de la investigación periodística que hice junto a Paola Ugaz sobre el Caso Sodalicio. Y hace escasos días nos encontramos en la ciudad de Washington. Desde mucho tiempo atrás, Alberto, de pelo blanco, barbado, alma noble y buen talante, ha hecho de su vida una búsqueda incesante por encontrar la verdad. Se preguntarán ustedes qué motivó a este hombre, que entregó su vida a dios, a colgar la sotana para dedicarse a perseguir pederastas católicos y a sus encubridores. Pues la respuesta es muy sencilla. El espíritu de justicia es su motor fuera de borda. Athié renunció en el año 2000 a sus votos, luego de enterarse de la complicidad del cardenal Norberto Rivera Carrera en el Caso Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo. Les cuento la historia en corto, casi, casi como Alberto me la contó a mí, y con algunos añadidos que leí en una entrevista que le hizo la acreditada periodista Carmen Aristegui. En diciembre de 1994, José Manuel Fernández Amenábar, un alto cargo de los Legionarios de Cristo, le dijo a Alberto Athié en un restaurante: “El padre Maciel destrozó mi vida”. Y durante cinco horas, le contó en detalle los abusos sexuales que padeció Fernández Amenábar, cuando tenía doce o trece años. Y le cuenta, por cierto, uno de sus modus operandi favoritos. Como cuando Maciel le hacía llamar desde la enfermería para contarle que tenía unos dolores terribles en el estómago. Que la única manera de que estos desapareciesen era con unos masajes. Que el papa Pío XII le había autorizado para que sus discípulos lo realicen. Que el famoso tratamiento comenzaba con unas frotaciones en el bajo vientre y terminaba con una masturbación forzada. Y que todo eso se justificaba en el nombre de dios. El entonces sacerdote Alberto Athié, sorprendido con la revelación, intentó persuadir a Fernández Amenábar, quien padecía una grave enfermedad, para que perdone a Maciel. “Yo no quiero perdonar, quiero justicia”, le respondió el exlegionario. Al año siguiente, en su lecho de muerte, Athié se comprometió con Fernández Amenábar en buscar dicha justicia. Y cuando celebró la misa de cuerpo presente, Athié soltó una frase críptica que fue clave para todo lo que siguió. “José Manuel se va perdonando, pero a la vez pidiendo justicia por lo que sufrió dentro de la iglesia”, dijo. Al final de la ceremonia, se le acercaron ocho tipos. Uno de ellos, José Barba, le dijo a Alberto: “Padre Athié, entendimos perfectamente el mensaje y sabemos de qué se trata, y queremos decirle que nosotros también somos víctimas del padre Marcial Maciel”. Barba y los otros siete ya habían denunciado a Maciel en las instancias internas del mundillo católico, pero la institución jamás hizo algo por ellos. Entonces, Athié se comprometió a comprarse el pleito dentro de la iglesia, en la cual creía con todas sus fuerzas hasta ese momento. Y así lo hizo. Pero solo encontró resistencia e indolencia. Más todavía. Por esas fechas, el papa Juan Pablo II nombra a Maciel ¡“modelo de la juventud”! Pero Athié, pertinaz, tomó las testificaciones de todos y se las llevó a monseñor Carlos Talavera, obispo de Coatzacoalcos, a quien le tenía muchísima fe, para que este a su vez las haga llegar a manos del mismísimo papa. No pasó nada. Entre tanto, en noviembre de 1996, el grupo de víctimas de Maciel, cansado ante la falta de una respuesta eclesial, decidió presentar su testimonio ante dos periodistas estadounidenses, Jason Berry y Gerald Renner, del diario The Hartford Courant, de Connecticut. Athié, sin dejar de creer en su iglesia, acudió al cardenal Rivera. Lo fue a buscar a su despacho con el recorte del periódico norteamericano. Y en ese momento, el arzobispo se levantó airado y le espetó: “¡Todo esto es un complot! No tengo nada más que decir. Hasta luego, padre Athié”. Al poco, Rivera lo amenazó con sacarlo del Episcopado y le advirtió que le haría la vida imposible. Y luego apeló a otro recurso mafioso. Trató de extorsionarlo, de comprarlo. Le propuso ser obispo, pero a costa de silenciar el Caso Maciel. Se lo expresó sibilinamente, como suelen hacerlo algunos purpurados. Athié no aceptó el chantaje. Y se fue. Así las cosas, la iglesia católica perdió a un cura excepcional, fuera de serie. Pero el mundo, veámoslo así, ganó a un incansable activista. O, si prefieren, a un curtido cazador de monstruos. Digo.