¿Cuál es la posibilidad de que logremos contener el avance de los intereses ilegales e informales en la política, así como su nueva arremetida contra el sistema de justicia? ¿Cuál es la posibilidad de que, una vez que hayan terminado de copar sus principales cargos e instituciones, podamos revertir la precaria institucionalidad que dejen? En el corto plazo, la respuesta parece ser que ninguna. ¿Y el 2026?
Si consideramos la situación actual, que será este mismo Congreso el que intentará sostener este nuevo “statu quo” y que, por lo tanto, buscará también sacarse de encima cualquier “obstáculo” que aparezca en el camino, el primer azar del destino tendría que ser que un Gobierno democrático y decente (de centro, centro-derecha o de centro-izquierda) gane las elecciones y logre sostenerse cinco años.
El segundo azar del destino tendría que ser que el Gobierno elegido el 2026 cuente, además, con una representación parlamentaria con capacidad —en cantidad y calidad— de ganar la pelea política y legal que sin lugar a dudas tendrá que dar. Porque para entonces, el escenario más probable es que el Congreso haya logrado su cometido y todas las instituciones del sistema de justicia estén alineadas o respondan a los intereses ilegales e informales que dominan hoy el escenario político. Si acaso un nuevo Gobierno tuviese la intención de hacer reformas esenciales que pasen necesariamente por tocar esos intereses, estos ya no tendrán a la mano solo la política, sino además un sistema de justicia dispuesto y alineado con sus pretensiones.
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Siendo así, ¿cómo explicar el silencio actual de quienes podrían ser o se han presentado como potenciales candidatos a la presidencia para el 2026 frente a la arremetida del Congreso para capturar el sistema de justicia —con la pasividad cómplice del Gobierno—?
Sería entendible si obedeciese a una estrategia. Pero todo parece indicar que es resultado de una constatación de la realidad: no hay capacidad ni tracción política para impulsar una movilización social que frene las pretensiones de las mafias presentes en el Legislativo y que han logrado un matrimonio por conveniencia con el Ejecutivo.
El problema con la aceptación de esa constatación es que la única “salida” sería esperar pacientemente a que llegue un milagro el 2026 y que, por al menos dos azares del destino, elijamos a un Gobierno no alineado con la multitud de intereses informales e ilegales que dominan hoy la política, con capacidad de recuperar la institucionalidad capturada, de hacer reformas y de dar la batalla política y legal.
Si ese escenario es el menos probable, entonces el momento de dar la pelea es hoy, porque más adelante podría no haber siquiera la oportunidad. Para entonces, podríamos haber llegado ya al punto de no retorno, en el cual los intereses ilegales e informales encontraron en el sistema de justicia el mecanismo de protección y de control que les faltaba.
En esta línea, si consideramos que el problema no es ideológico (hemos constatado lo suficiente como en el Congreso los supuestos “extremos” tranzan sus repartijas), la respuesta política a la pretensión de capturar el sistema de justicia debería provenir de un frente coyuntural de los potenciales candidatos y movimientos democráticos y decentes de centro, centro-derecha y centro-izquierda.
El momento para poner sobre la mesa las diferencias ideológicas llegará, pero hoy hay un enemigo común para todos ellos y para el país. Es el momento de abrir los ojos, comprender el peligro de lo que estamos dejando que suceda, poner a un lado las diferencias y confrontar políticamente con quienes pretenden convertirnos en una suma de pequeños feudos que negocian permanentemente sus espacios y cuotas de poder sin importarles las consecuencias que traerá consigo.