Como una demostración de que no teníamos escapatoria, hemos terminado teniendo los dos males peores de la segunda vuelta electoral del 2021.
Si el gobierno de Pedro Castillo precarizó el ya ineficiente Estado peruano hasta niveles que no veíamos desde Alan García I (además de intentar “emularlo” en el tejido de redes de corrupción), el de Dina Boluarte está poniendo en práctica lo que habría sido uno de Keiko Fujimori: autoritarismo puro y duro; alianza con el sector más conservador y con los intereses particulares del Congreso (al igual que Castillo); copamiento de instituciones públicas autónomas (Tribunal Constitucional, Defensoría del Pueblo, Ministerio Público); y Fuerzas Armadas alineadas con ese proceso.
Tal vez la única duda es si Fujimori habría tenido a un gabinete con la incompetencia que está evidenciado el de Boluarte (con contadas excepciones). La respuesta frente a la crisis climática en el norte del país revela no solo a un Gobierno desubicado en la gestión del Estado y en su relación con la sociedad, sino también a uno que cree que es posible gobernar con fuegos artificiales (la Autoridad Nacional de Infraestructura) y sin capacidad de enmienda alguna. Lo único que parece motivarlo es satisfacer la agenda autoritaria, conservadora y de intereses particulares del Congreso para así lograr sostenerse hasta el 2026.
El problema es que, asumiendo ese escenario, solo podemos esperar en estas condiciones hasta las próximas elecciones, es una profundización del descontento social, una mayor precarización de la política y un mayor debilitamiento de nuestra ya frágil institucionalidad. Mientras tanto, la economía, movilizada principalmente por los altos precios de los minerales (no por la Constitución del 93), creará nuevamente la ilusión —para un sector del país— de que al menos la máquina se sigue moviendo.
Pero en realidad seguiremos desbarrancándonos y creando las condiciones para que el hartazgo de la población con el sistema sea cada vez mayor. Si miramos solo el corto plazo, que el fenómeno de El Niño arremeta con más fuerza hacia finales de este año e inicios del próximo creará una nueva crisis social y una mayor desafección con el Estado y con el sistema en general. Porque mientras eso suceda, habrá un Gobierno sin capacidad de reacción, que seguirá priorizando satisfacer los deseos de sus aliados en el Legislativo, y congresistas que conciben su labor de representación como viajar a las regiones para tomarse la foto.
Lo único que podría resultar positivo de un escenario así, hasta al 2026, es que se esté creando el tiempo y el espacio necesarios para la formación de coaliciones que puedan funcionar como alternativas viables frente a la precariedad, autoritarismo y corrupción instalados hoy en el Ejecutivo y en el Legislativo. Si alguna esperanza queremos tener de que es posible encontrar una salida del túnel en el que seguimos metidos, necesitamos que este tiempo sirva para que tanto en la izquierda como en la derecha se construyan y presenten opciones políticas alejadas de los extremismos que representan hoy a ambas corrientes.
Por un lado, una izquierda que crea auténticamente en el libre mercado y en la inversión privada como motor de crecimiento y generación de riqueza, y capaz de desmarcarse sin dudas de gobiernos de izquierda trasnochados, corruptos y/o autoritarios. Por el otro, una derecha que reconozca que al modelo peruano se le pasó la mano, que se haya percatado de que si bien el mercado es importante, el Estado lo es tanto o más, y que muestre coherencia en la defensa de la democracia y los derechos humanos elementales.
Y, finalmente, un centro que comprenda que un país con la situación a la que ha llegado el Perú requiere de reformas profundas y no de medias tintas para quedar bien con todos los que sea posible. Si no lo logramos, nuestros males electorales seguirán apareciendo y podrían ser cada vez peores, mientras algunos pretenden consolarse con la idea de que su mal no era el peor.