El odio de la DBA por Alejandro Toledo ofrece algunas claves para entender la dinámica de la política peruana de las últimas décadas, de un modo en que la anticorrupción solo ha sido instrumento para el conflicto, pero nunca motivo de interés real para el alineamiento entre todos los sectores.
Toledo es un expresidente caído en desgracia por su vinculación con la corrupción a la que le declaró la guerra a muerte para llegar a palacio, pero con la que luego se encaramó con promiscuidad una vez que estuvo ahí.
Se espera un juicio políticamente neutral y riguroso para Toledo, que quizá sea más rápido en comparación con los de otros expresidentes, porque su expediente incluye testimonios sólidos de los sobornos por US$35 millones ofrecidos por los ejecutivos de las empresas brasileñas y de su recepción por parte de su amigo Josef Maiman.
Corrupción es corrupción al margen de la ideología del político que se involucra con esta lacra, y debe ser condenada de manera ejemplar especialmente si ha ocupado la presidencia.
Pero no es así, lamentablemente, como piensa la mayoría de los políticos peruanos, para quienes la corrupción y el delito en general, se relativiza en función del protagonista.
La izquierda, por ejemplo, tiene una actitud muy tibia y condescendiente con el otro inquilino del fundo Barbadillo, Pedro Castillo, a quien también se le imputan —con evidencia sólida— hechos de corrupción, mientras que la DBA le enrostra a Toledo la corrupción, pero su actitud no es la misma en los casos de los expresidentes Alberto Fujimori o Alan García.
El odio jarocho de la DBA a Toledo es, incluso, superior al que le tiene a Castillo, y la razón es que, luego de la excepcional presidencia de Valentín Paniagua, el gobierno del reciente inquilino del penal presidencial marcó el declive estrepitoso del fujimorismo y de las ideas que representó, algunas de las cuales se reactivaron, aunque con menos fuerza, en el segundo mandato de García, tras lo cual se volvieron a debilitar durante las presidencias de Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra y Francisco Sagasti.
Lo real es que la lucha anticorrupción interesa poco o nada a los políticos peruanos, salvo para pelear entre ellos.