He visto a una metrópoli vertiginosa, animada y efervescente transformarse en un pueblo fantasma de puertas cerradas, calles marchitas y luces apagadas. He visto el temor cincelado en el rostro de los médicos, policías, trabajadores de la limpieza y dependientes del mercado que, en medio de la incertidumbre, sabiendo el enorme riesgo que corrían, siguieron adelante y se mantuvieron en sus puestos, demostrando que el verdadero valor no radica en no tener miedo, sino en tenerlo y afrontarlo.
He visto a una ciudad que todos los días, a las ocho de la noche, salía a sus balcones, se asomaba a sus ventanas, aparecía en sus azoteas y se detenía en sus terrazas para confundirse en un homenaje unánime a quienes daban la cara, ponían el pecho y se exponían en la primera línea de lucha. He visto emergencias desbordadas, sanitarios en las lágrimas, morgues gigantes. A mi amigo Jaime infectarse de coronavirus, asomarse al abismo de la muerte, remontar una agonía, salir de los cuidados intensivos y volver a ser el mismo.
He visto cómo cerraban las tiendas, quebraban los negocios, se sofocaban las empresas y se destruían los empleos. A una profesora enterarse de que perdía su trabajo y, a continuación, dictar una teleclase emocionante, donde no dejó de sonreír, hacer bromas y transmitirles enseñanzas a sus alumnos de cinco años.
He visto a los políticos ser solo políticos, es decir, dejar de ser personas, anteponiendo sus peores mezquindades y pequeñeces a las formas más elementales de humanidad y sentido común. Como las garrapatas, los he visto aprovecharse de los contagios y aferrarse a los muertos. Los he visto retratados en su falta de escrúpulos y compasión.
He visto menos películas, leído menos libros y escrito muchas menos páginas que las que hubiera querido. He visto cómo, luego de trabajar meses en ellos, mis proyectos naufragaban, mis trabajos desaparecían, mis ingresos escaseaban. He visto periodistas que entregaron la mitad de sus vidas a sus medios, que dejaron sus lugares en medio de olas de despidos masivos. He visto a cientos de miles de personas enfrentadas a una incertidumbre incluso peor, obligadas a escoger entre la pandemia y el hambre.
He seguido a mi familia desde la distancia, que se preocupó tanto cuando el epicentro de los contagios estaba en Europa y que ahora ha cumplido su tercer mes de confinamiento, en un Perú arrasado por las muertes y las pérdidas económicas que por fin parece estar saliendo de esta pesadilla.
He visto a mi chica con otros ojos, más cargados de admiración y respeto si cabe. A mi hijo de dos años crecer día a día, y dejar de ser un bebé para convertirse en un dulce niño de mirada inteligente. A mi hija de cuatro años madurar de golpe y volverse juiciosa, paciente y comprensiva. Los he visto volver a la calle, recuperar sus espacios con añoranza y una pizca de sospecha, de nuevo correr, trepar en los árboles, jugar con el barro.
(Inspirado en «Ultimas maravillas», de Gustavo Rodríguez).