A lo largo de la historia, la preservación del cuerpo tras el deceso ha estado presente en diversas culturas. Lo lógico sería que el individuo fallezca para luego, a través de métodos y procedimientos, el organismo se convierta en una momia. No obstante, en Japón hubo un grupo de monjes budistas que comenzaban a momificarse en vida y se sentaban, encerrados en cajas, a esperar la muerte y la conservación perpetua.
Una caja de vidrio con marcos de madera contiene el cuerpo de un hombre que viste ostentosamente y que parece sostener una especie de rosario llamado yapa mala. Es un monje de Yamagata, de la escuela Shingon, que durante tres años se sometió a auténticos castigos, sacrificando su existencia y secando sus órganos bajo duras dietas para automomificarse.
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Sokushinbutsu o “convertirse en Buda en el cuerpo del monje” es una técnica de una rama de los budistas llamada Shingon, que vivieron por siglos en templos en la región de las tres montañas, en lo que hoy es la prefectura de Yamagata.
Este brazo de la religión fue fundado por un monje llamado Kukai, tomaba elementos del sintoísmo y el taoísmo, y practicaban técnicas drásticas de preparación mental y física.
Un monje budista momificado. Foto: Voyapon
Estos se internaban en lo alto de una montaña, llevaban ayunos de 21 días y meditaciones en cuevas profundas o bajo cascadas en pleno invierno para alcanzar la extinción del deseo y el estado de un Buda viviente con la automomificación.
Kukai, conocido como Kobo Daishi tras su muerte en el siglo VIII, fue enterrado en una cueva que sus discípulos cerraron en el monte Koya. Los seguidores replicaron las enseñanzas del ‘maestro’ durante centurias, algunos sin tanto éxito.
El camino a la iluminación es difícil y doloroso, sobre todo si este sendero te lleva a la muerte. Así lo afirma Ken Jeremiah, autor del libro “Budas vivientes: la automomificación de los monjes de Yamagata en Japón”, que narra el caso del budista momificado más famoso, Daijuki Bosatsu Shinnyokai Shonin, cuyo proceso inició en 1783.
Todo empieza con una dieta llamada mokujikigyō y que consiste en comer solo semillas y frutos secos durante 1.000 días (aproximadamente tres años), tiempo en el que además la persona debe hacerse cargo de los deberes más pesados de la comunidad.
De esta forma, el cuerpo empieza a perder masa muscular, grasa y agua. Asimismo, bebían un té hecho a base de la corteza de un árbol llamado Toxicodendron vermiculum, que tiene componentes tóxicos para la preservación de los órganos y la eliminación de fluidos.
La pérdida de nutrientes, que mantienen bacterias y parásitos del organismo, detiene el deterioro del cuerpo tras la muerte. Esta infusión, además, provocaba vómitos en el monje para la expulsión de todos los líquidos.
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Asimismo, bebían grandes cantidades de agua salinizada con arsénico, que ayudaba a deshidratar el cuerpo. Esto evitaba que las bacterias consumieran los tejidos debido a que terminaban siendo sumamente tóxicos.
El monje, finalmente, meditaba hasta su muerte en posición de loto en el interior de una cueva que era sellada por fuera por sus discípulos. En la completa oscuridad y con apenas un agujero por el que bajaba una caña de bambú para que ingrese el aire, el budista tenía una cuerda atada que agitaba una vez al día para que supieran que estaba vivo.
Cuando la campana dejaba de sonar, se quitaba la caña y se esperaban tres años más. Después de ese periodo, se abría la caverna y, si el organismo se encontraba intacto, se le ponía en un lugar visible del templo, donde era venerado.
Ese fue el caso de Daijuki Bosatsu Shinnyokai Shonin, quien ingresó a una cueva para convertirse en Buda a los 96 años y hoy se encuentra en el templo de Dainichibo, en el monte de Yuodonosan.