El fotógrafo Pedro Cárdenas había viajado a Nueva York para cubrir la Semana de la Moda, pero ese 11 de setiembre del 2001 devino en testigo del horror. Aquella mañana salió de la estación del tren de Manhattan, avanzó por el Times Square, fue por un café y vio, en las pantallas que plagan ese corazón comercial, cómo el World Trade Center (WTC) ardía. Eran las 8.46 a.m. Un primer avión se acababa de estrellar contra la Torre Norte, una de las Torres Gemelas. 17 minutos después, otra nave tomada por terroristas atravesó la Torre Sur. En total, cuatro aviones secuestrados por miembros de Al Qaeda atentarían contra los edificios emblemáticos del poderío de EEUU. Con 2.996 muertes, el 11-S ha sido el mayor ataque de la historia y, dos décadas después, aún se sienten sus secuelas. A Cárdenas, fotógrafo peruano, le tocó retratar el día en que el mundo cambió.
“Fue como una película –ha contado a la agencia Andina–. Cuando tomé un taxi para que me acercara a la zona del desastre, la gente me decía: are you crazy, are you crazy. Pero el oficio te empuja a ir donde otros no están”. El auto lo dejó a cuarenta cuadras y debió correr mientras disparaba con su lente. El panorama era sobrecogedor: los trabajadores se lanzaban al vacío en su intento por salvarse, los rascacielos de 110 pisos que llevaban tres décadas protagonizando el paisaje neoyorquino caían como naipes. Un mar de polvo se alzaba a su espalda y se salvaguardó a un lado del río. “Después todo quedó como un eclipse y olía a carne quemada –recuerda el fotoperiodista–. Los aviones militares sobrevolaban. Las calles estaban cerradas. La gente alucinaba con que ya era el final de todo”.
Una de las fotos que tomó aquella vez fue comprada por la France-Presse (AFP). Desde las oficinas de la agencia de noticias, adonde llegó tras caminar por cuatro horas, Cárdenas timbró a su madre y le dijo que estaba a salvo. Otros cinco peruanos presentes en el 11-S no tuvieron la misma fortuna. Julio Fernández Ramírez, Luis C. Revilla Mier, Kenneth Lira, Iván Luis Carpio Bautista y Roberto Martínez Escanel, ahora considerados héroes por la comunidad peruana de Estados Unidos, fallecieron en el atentado junto con 19 colombianos y 15 ecuatorianos. Ellos son las víctimas sudamericanas que forjaban o concretaban el gran sueño americano. Solo dos familias peruanas han hablado con los medios sobre esa herida que sangra cada vez más. Los demás acaso prefieren sobrellevar el dolor en reserva.
Los parientes de Kenneth Lira Arévalo, un ingeniero de sistemas que trabajaba en las Torres Gemelas, nunca habían oído de la existencia del grupo terrorista Al Qaeda ni de su líder Osama Bin Laden. “Cada vez que veo las imágenes de las torres en llamas se me parte el corazón”, dijo la madre de Kenneth en una entrevista del 2011 realizada por el periodista Miguel Vivanco. Luis Carpio Bautista, otra de las víctimas, laboraba en el restaurante Windows of the World, ubicado en el piso 107 de la Torre Norte. Mientras el mundo se impactaba ante las primeras imágenes del desastre, Luis alcanzó a llamar a su tía Rita. “Hay un incendio en el edificio —le dijo—. Te quiero mucho. No te preocupes”. Eso fue lo último que le mencionó.
11-S
Dos décadas después, los efectos del 11-S siguen vigentes y el mayor ejemplo es la reciente salida de EEUU de Afganistán. Tras años de guerra y ocupación, el retiro anunciado por Joe Biden sorprendió a la comunidad internacional por el vertiginoso regreso al poder de los talibanes, los mismos que apoyaron a Al-Qaeda. Las secuelas también se sienten a un nivel más personal, en generaciones que recuerdan exactamente dónde estaban ese día en que su historia se fusionó con la historia. La comunidad peruana en EEUU, según el censo de 2018, suma las 684.345 personas. Cinco de ellas serán recordadas por siempre.
Durante los ocho meses posteriores, miles de personas —migrantes, la mayoría— limpiaron la Zona Cero donde se erguía el WTC, demolieron otros edificios dañados, y retiraron 1,8 millones de toneladas de escombros a cambio de unos 7,5 a 10 dólares la hora. Franklin, un peruano indocumentado de 50 años, fue uno de ellos. Su historia es recogida por la AFP. Si bien cuenta con completa cobertura médica a través del programa federal, Franklin no fue indemnizado.