Por: Ani Lu Torres y Luz Alarcón
Usó los únicos S/ 400 que le dio su abuela para poner en valor el símbolo patrio que tanto le gustaba: el escudo nacional. “Es bonito y nadie lo valoraba. Entonces me fui a Gamarra y pedí que me hicieran los gorros”, cuenta Juan José Chemes, fundador de Whairo, la marca que alcanzó en el 2017 un pico de crecimiento cuando Perú clasificó al mundial. Y es que su producto -un gorro con el símbolo peruano- era preciso para demostrar ese orgullo por nuestra selección y lo nuestro.
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Pero su emprendimiento empezó en el 2009, en una etapa en la que, él cuenta bien, los peruanos desconfiábamos de nuestra propia producción, pensando que lo peruano era de mala calidad. Hoy, con 10 años en el mercado, Chemes dice que ha logrado crecer de la mano de una nueva generación “que quiere ver reflejado al Perú en sus prendas, pero con un estilo diferente, más ligera”.
Ha confeccionado pareos, shorts, polos, poleras y más. Con imágenes alusivas a personajes de nuestra historia: un Túpac Amaru, Miguel Grau. Artistas nacionales e internacionales han llevado parte de lo que produce. “Pero lo he logrado porque he sido un cholo terco”.
Reflexiona que Perú necesita de emprendedores realmente innovadores, sin miedo, y no solo de ideas tradicionales. Hay que cambiar y perseverar.
Enterarse que Cusco es la tercera región del país con mayor índice de violencia hacia la mujer fue el impulso de Alessandra Sotomayor (28) para emprender Allillanchu (Hola, ¿cómo estás?, en quechua), en el 2017.
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Lo que fue un proyecto para diseñar prendas, se ha convertido en la excusa perfecta para poder financiar un programa educativo para capacitar a mujeres cusqueñas en su propio emprendimiento. Hoy bajo la marca Allillanchu, Alessandra también vende bolsos con material de drill con ilustraciones de artistas peruanas que reflejan exclusivamente cómo lograr el empoderamiento femenino. Las redes sociales y una página web son claves para atender los pedidos a nivel nacional. “Perú tiene emprendedores que buscan un cambio social”, indica.
“La idea de la marca es resaltar lo bueno del Perú, que se sientan orgullosos, que ser peruano es chévere”, señala Thomas Jacob, fundador de Pietá, marca de ropa y accesorios que son elaborados por casi 300 internos de diferentes cárceles de Lima, y que a seis años de fundarse ha logrado exportar su producción a EEUU y Europa.
“Es un proyecto que se hizo gracias a ellos, una oportunidad para que los chicos y mujeres de las cárceles generen ingresos y que les permita pertenecer a algo, de escaparse de su detención, teniendo algo y con un futuro mejor”, resalta el francés que gracias a la inspiración de los internos, diseña polos con frases “Made in Lima”, “el fan club de Orejas” o el famoso”¡Viva Perú (Carajo)!”, con colores alusivos a nuestra bandera. Una marca hecha por peruanos con identidad para compartir.
Tejido de generación en generación. “Yo aprendí de mi mamá y mis abuelos. Las mujeres nos dedicamos a la artesanía y los hombres a la agricultura”. Ana Cecilia Manayay Calderón pertenece hace cuatro años a la asociación que alberga a 12 mujeres que representan a familias originarias de Inkawasi en Lambayeque. Todos están hechos de lana de oveja y con tintes naturales.
“Tenemos que esquilar la oveja, luego lavar la lana. Cuando seca tenemos que escarmenar para proceder al hilado en la rueca y luego teñirlo”, explica.
La chilca genera el color verde; la andanga, el marrón; y los musgos, el color dorado. Todos en diferentes tonos, menos el rojo. Esto porque en la zona no existe la cochinilla, un pequeño insecto que permite darle dicho color a sus tejidos. Ana Cecilia solo vende en épocas de feria. El resto del tiempo se dedica a producir sus tejidos y a la agricultura familiar.
“Soy el nieto de Joaquín López Antay”, fue lo primero que nos dijo con el pecho alzado de orgullo y rodeado de sus obras artísticas.
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Alfredo López Morales de 61 años heredó el arte del creativo artesano que tomó al antiguo Cajón de San Marcos para convertirlo en lo que ahora se conoce como los retablos ayacuchanos. “Es un trabajo tradicional y un proceso de conservación. Mi abuelo hacía estas obras, pero ahora somos pocas las personas que lo hacemos”, señaló el huamanguino.
López lleva 56 años elaborando estas piezas. “Yo aprendí desde los 5 años, mis hijos sí ayudan pero menos”. Los retablos se trabajan entre uno a dos meses, dependiendo del tamaño. El más grande que mide más de 1 metro de altura puede costar hasta S/ 3.000.
También elabora unos crucifijos grandes con adornos similares a los retablos. “Este cuesta S/ 1.500, pero ya está vendido”, nos comenta mientras taladra una madera.
Cusqueño de nacimiento, pero tacneño de corazón. “Cuando me casé, visité Tacna y me gustaron las casitas tradicionales, ahí me surgió la idea de replicarlas en tamaños de adornos”, relató Sergio Loaiza Rodriguez.
Su primer ejemplar fue hecho de madera. “Me las ingenié. Por ensayo y error empecé a utilizar arena. Malogrando al principio, mejorando luego. Todavía está en proceso de evolución”, relata.
Este es su negocio familiar desde el 2007. “Mi hija mayor me ayuda en el arenado y mi esposa coloca los farolitos”.