Unas cuadras antes de llegar a la plaza, el paisaje ya advierte que no es una fecha cualquiera. Hay fiesta, como me indicó Miguel cuando hace unos días lo entrevisté a propósito de otro artículo. Cientos de puestos se han levantado en la calle —ahora peatonal— que lleva a la plaza de Armas de Grocio Prado. Son las nueve de la mañana y la gente no se limita a comer los panes con chicharrón, adobo y tamal. Enormes platos de carapulcra con sopaseca contentan a muchísimos comensales que no dudan en empezar el día con este plato fuerte y generoso. Este es el banquete que ofrecen los negocios de mesas armables y toldos que con esfuerzo nos protegen del sol de Chincha.
Lo compruebo cuando me siento junto a amigos en el puesto de una señora que nos atiende con cariño. La mesa es larga y entramos todos. Es ahí, sentados y comiendo, que vemos llegar a los primeros hatajos danzando con dirección a la plaza. Tomamos algunas fotos sin saber exactamente lo que nos espera.
En la plaza continúan los toldos y aparecen innumerables vendedores ambulantes que ofrecen velas, estampitas, milagros y rosarios. Una figura se repite más que ninguna: Melchorita. No es casualidad, pues a unas cuadras se encuentra la casa de la santa, que explica la interminable cola que da vuelta a toda la plaza. Cientos de personas esperan durante horas para obtener la bendición de Melchora, quien es homenajeada el día de su nacimiento cada año, el 6 de enero.
Misa. La iglesia de Grocio Prado resalta por su diseño. Foto: Gonzalo Vich / La República
Un escenario con altavoces despierta mi atención. Pienso que todo sucederá ahí y me acerco, pero no. Es solo un complemento que imagino ayuda a financiar el evento: un bingo y una rifa que ofrecen premios de hasta 7.000 soles, una moto, una cocina, entre otros. Empieza a las 3 de la tarde y un grupo de señores descansan a espera del evento bajo un toldo blanco.
En el medio está la iglesia. Toda de concreto. Alguien canta, una voz joven, acompañada de un grupo de guitarras y un bajo. Son escolares, noto al atravesar el marco escalonado que bordea la puerta de entrada. No es un edificio cualquiera. Pienso en la medalla de la Virgen Milagrosa de Félix Candela por la forma, el material, la referencia al techo gótico y su carácter escultórico. Una tela tensada como si fuese una mariposa de colores deja pasar la luz que da directo al cura y al altar. No hay muchos elementos. Apenas una estrella. Me quedo junto a Gonzalo, que toma fotos de todo lo que va sucediendo hasta que “la paz” nos desea la señora de al lado extendiendo el brazo.
Fuera, en el centro de la plaza, se acumula la muchedumbre y se escuchan sonajas. Los primeros hatajos llegan y retumban las baldosas blanquinegras de la plaza que recuerdan el malecón de Río de Janeiro. Familias se aseguran un espacio de visión al lado de la estatua del capitán chinchano que da nombre al distrito. No es para menos. Conforme cada hatajo va saliendo de recibir la bendición del hogar de Melchorita, asisten a la plaza para zapatear en conjunto acompañados por el violín que caracteriza a la tradición. Siempre hay dos a la vez.
Música. El violín tradicional del zapateo. Foto: Gonzalo Vich / La República
Cada familia demuestra sus habilidades y honra el apellido de su hogar con una insignia que lleva su nombre. No solo eso. Muchas veces, sus trajes blancos llevan colgados rostros, fotografías de familiares. El caso de Miguel llama mi atención, pues reconozco rápidamente el rostro de su madre, Adelina, a quien alguna vez conocí de pequeño. Nunca olvidaré su sazón. Pero la familia Ballumbrosio no solo destaca por los adornos de sus trajes. A diferencia de la mayoría, los adornos son variados y múltiples. Llevan en la cabeza coloridas coronas con plumas. La de Miguel, que parece dirigir la coreografía, lleva un girasol tejido en lana. Tienen collares, campanas y zapatos diversos.
Todos suenan al ritmo de dos violines sujetados según la tradición manda, en el antebrazo y no al hombro. El piso tiembla más que nunca y al terminar reciben entrevistas y solicitudes de fotos. Después de atender a la cola de espectadores que los espera y les regala chichas heladas o aguas, van un rato a descansar junto a los otros hatajos. Es hora del almuerzo.
“Cualquier sitio de la plaza es buenazo”, me responde Miguel cuando le pregunto por dónde almorzar. Tiene razón, pero además siempre los precios son muy cómodos y los platos muy vastos. Bien comidos y con unas cervezas encima, mis amigos y yo volvemos a la plaza para recibir nuevamente a los hatajos, que solo después de unas horas con el Bingo ya empezado, procederán a recorrer el pueblo en un pasacalle que se detiene en cada casa que cuente con un nacimiento.
El evento dura más de doce horas. Solo a las ocho de la noche, llegan todos a El Carmen para visitar las residencias de allá y luego comienza la esperada rumba ya entrada la medianoche. Sin duda, la fiesta es una experiencia extraordinaria. A pesar del sol agotador, la devoción por Melchora mantiene sonrientes a todos los zapateadores que no reniegan por sus trajes y durante más de una jornada rinden honor a su tradición. Maravillosa experiencia.
Niños zapatean en la plaza de Grocio Prado. Foto: Gonzalo Vich