Cuando en 1881 el especialista en la historia de Egipto Émile Brugsch estudiaba las momias del complejo de templos funerarios Deir el-Bahari, una de ellas llamó a su atención. A diferencia de la prolija conservación de distintos faraones reales que la acompañaban, esta no había sido momificada del modo habitual y, además, su expresión en el último momento de su vida era de dolor. Por eso, la bautizaron como “la momia que grita”.
Aparte de su boca abierta, sus manos y pies estaban atados y presentaba signos de estrangulamiento. Por si fuese poco, en su ritual funerario, había sido envuelta con pieles de oveja, un animal impuro en aquella época.
Los brazos y pies de la momia que grita estaban atados, mientras que su cuello presentaba signos de estrangulamiento. Foto: G. Elliiot Smith / Museo del Cairo
Durante más de tres mil años el misterio sobre quién fue este egipcio y por qué tuvo aquel desenlace fue desconocido. Sin embargo, unas pruebas de ADN realizadas en 2012, y publicadas en un estudio, socavaron las sospechas sobre las circunstancias de su muerte, su línea familiar y su identidad. Esta última, al menos parcialmente.
La momia se trataba del joven príncipe Pentaur, entre 18 y 20 años, hijo del faraón Ramsés III con Tiye, una de sus distintas esposas. Ramsés III fue el último de los grandes faraones de Egipto, quien devolvió al imperio su antigua gloria, pero que en su vejez gobernó con mano de hierro a un pueblo precario y hambriento.
Los hechos se remontan a 1153 a.C. Entonces Tiye, en colusión a concubinas y oficiales militares y civiles, complotó contra Ramsés III para que así el trono sucediera a su vástago. Los historiadores llaman al complot la “conspiración del harén”.
A la izquierda, la momia de Ramsés III tiene cubierto un profundo tajo en el cuello con una tela. A la derecha, la momia de su hijo, el príncipe Pentaur. Foto: composición
Pese a que el objetivo tuvo éxito parcial -la momia de Ramsés III presenta un tajo profundo en el cuello-, los asesinos fueron detenidos, juzgados y quemados. Así lo describe el Papiro de Turín, un documento judicial tras el regicidio.
Entre los conspiradores estuvo el príncipe Pentaur.
Los motivos exactos de su muerte se desconocen, sin embargo, los historiadores apuntan a un suicidio obligado, sea en la horca, con un veneno, o ambos métodos.
Por otro lado, las hipótesis sobre el trato diferenciado que recibió su cadáver indican que algún pariente o persona de confianza pudo intentar salvar su pureza conservando su cuerpo. Sin embargo, el cadáver fue dejado a secar en natrón y se le echó resina en la boca abierta para mantenerlo así eternamente.
Otra método para eliminar todo rastro de él fue asignarle el nombre falso de Pentaur en el papiro judicial y ocultar el verdadero nombre.
El borrón de su identidad y su condena eterna expresada en su agonía le ha permitido, contra todo pronóstico, conservar el misterio y que siga siendo recordado.