El sueño cumplido llega con la responsabilidad de reconocer la ciencia que lo hizo posible. Es decir, entender cómo se consiguió. Porque magia no fue. Solo haciendo ese ejercicio conseguiremos que el Perú que somos hoy –uno que recupera la capacidad para soñar sin miedo– pueda repetir la euforia colectiva del miércoles, esa erupción de celebración postergada a lo largo de décadas (y no solo futbolística, por cierto), para volverla nuestra nueva normalidad: podemos ser un país con muchos más motivos para celebrar que para echarnos a llorar. Pero el esfuerzo es colectivo. Gareca no impuso a la selección peruana un estilo de juego. Gareca desempolvó la peruanidad arrinconada (hasta avergonzada, me atrevería a decir) en el desánimo y la desconfianza de nuestros jugadores. Y en el partido decisivo, enmarcado por un Estadio Nacional más orgulloso que nunca de ser peruano, borró de las camisetas los nombres propios porque ese partido no lo jugaban once guerreros sino más de 30 millones. Así, a la selección, Gareca la ha vuelto una verdadera institución: lo relevante no es más quién juega sino que con esa camiseta se deja el alma en la cancha. Empoderados, sabiéndonos capaces, ahora defendamos al país en otra cancha: no permitamos que esa mayoría en el Congreso, ansiosa por regresar al pasado, a los días grises del miedo y la desconfianza, ejecute un golpe contra la institucionalidad, la democracia y nuestros principios fundacionales trayéndose abajo al fiscal de la Nación. No lo podemos permitir. Ya no somos ese Perú. Ahora sí se acabó el recreo.