Por Raúl Tola Leí Los ríos profundos de José María Arguedas hace muchos años, en el colegio, como parte del curso que muy probablemente terminó por definir mi vocación por la literatura. Recuerdo bien las tardes en que, a la vuelta de clases, me encerraba para devorar la historia de Ernesto, el niño de 13 años que vive el descubrimiento del mundo adulto, cargado de abusos y desigualdades, luego de ser matriculado como interno en un colegio religioso de Abancay. Allí cohabita con una mitología de personajes inolvidables, como Lleras, el mayor, más fuerte y brutal de sus compañeros, y la opa Marcelina, una joven pequeña, regordeta, blanquiñosa y desequilibrada, que trabaja como ayudante de cocina en el colegio, y a quien los alumnos de los cursos mayores fuerzan cada noche a tener sexo. Para un muchacho limeño de clase media, Los ríos profundos fue un primer vistazo a otro país, mucho más vasto y complejo, donde el abuso y la exclusión son moneda corriente. El despertar de mis primeras inquietudes políticas y sociales se lo debo en gran parte a JMA. Incomprendido y maltratado por muchos de los intelectuales de su tiempo –la mesa redonda en el IEP sobre Todas las sangres ahondó la depresión que terminaría con su suicidio–, el tiempo ha terminado por reivindicar su literatura y sus postulados, y entender el país es imposible sin libros como Yawar Fiesta, El Sexto o El zorro de arriba y el zorro de abajo. Por eso resulta tan injusto que este 2011, cuando se cumplen cien años de su nacimiento un 18 de enero, no lleve su nombre. Porque así como Basadre, Porras, Vallejo o Luis Jaime Cisneros, las enseñanzas de JMA han sido fundamentales para la comprensión de nuestra identidad, y la construcción de ese proyecto inconcluso que es el Perú. No es sin embargo el primer atropello que el escritor, tan habituado en vida a las injusticias, sufre después de muerto. No olvidemos que en el 2004, en contra de la voluntad de su viuda y de sus familiares inmediatos, su cuerpo fue robado de un cementerio en Lima, embutido en una caja y escondido durante cuatro días, al cabo de los cuales apareció en Andahuaylas. Sus restos se convirtieron así en un trofeo. Como escribió Alfredo Pita por ese entonces: “El respeto, la memoria, la fidelidad son los pretextos. Lo que mueve en realidad a los violadores de tumbas es intentar lucrar con el muerto, apropiarse de unas hilachas de su gloria, granjearse el beneficio inmediato que da la polémica y el escándalo para convertirlos luego en ganancia política, electoral, en clientelismo de club regional”. Estoy seguro de que los numerosos y muy merecidos homenajes que por estos días recibe el escritor servirán para recordar su legado y sabiduría. Ojalá sirvan también para que las autoridades competentes tomen conciencia de ese olvido y ese maltrato, y por fin hagan justicia.