A días de conocida la sentencia del Tribunal declarando infundada la demanda de inconstitucionalidad sobre los espectáculos de corridas de toros y peleas de gallos, no hay mucho más que agregar respecto de la decisión de cuatro decimonónicos magistrados. Las columnas de opinión y las redes sociales ya se engrosaron con los a favor y en contra. En medio de esto, circuló un artículo del filósofo Jesús Mosterín publicado en El País diez años atrás, cuando en Cataluña se debatía la prohibición de las corridas de toros, la misma que entró en vigencia en el 2012. Su nota se tituló El triunfo de la compasión y en ella el académico interpretaba la compasión como la emoción que sentimos cuando nos ponemos, imaginativamente, en el lugar de otro que padece, y padecemos con él; lo compadecemos.
Es indudable que los toros sienten dolor como nosotros, asegura el escritor, pues las partes del cerebro involucradas en él son muy parecidas en todos los mamíferos. Así que, respondiendo al argumento a favor de las corridas que subraya la libetad de los adultos para disfrutarlas, Mosterín contrapuso la libertad para impulsar la prohibición de prácticas que implican tortura y crueldad innecesaria.
La palabra compasión, en español, es definida como sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien. La compasión en quechua, Khuyay, es el sentimiento profundo sobre el sufrimiento de otro, junto con el deseo de aliviarlo. En francés, italiano, inglés, la definición se centra en la empatía ante el dolor ajeno, la piedad y la conmiseración.
Charles Darwin, nos recuerda Mosterín, consideraba la compasión la más noble de nuestras virtudes y su expansión representaba el progreso moral de la humanidad. Los “primitivos” fueguinos en la Patagonia se compadecían sólo por sus parientes y su grupo más cercano, observó Darwin, y avizoró en la evolución humana un futuro en el que ese círculo se ampliaba hacia otras gentes, otras naciones y especies. Su conclusión lógica era que nuestra compasión arribaría a todas las criaturas capaces de sufrir.
Si nos atenemos a la propuesta evolutiva de Darwin, vamos avanzando los peruanos. Pena por el sufrimiento de otros fue lo que motivó el acompañamiento de casi cuatro años de feministas y congresistas a los padres de Solsiret en la búsqueda de su hija desaparecida. Hace 30 años nosotras, feministas del siglo pasado, no pusimos el mismo empeño para encontrar a las campesinas desaparecidas, violadas y asesinadas en el Sur Andino. Otro cantar también hubiera sido si por lo menos mil de las casi 5,300 personas que firmaron la demanda de inconstitucionalidad contra las corridas de toros, conmovidas por el sufrimiento de los animales, se hubieran expresado públicamente por las torturas y los asesinatos extra – judiciales en Ayacucho entre los años 1980 y 1990. O si hubiéramos sentido compasión y no indiferencia al leer, en el 2003, el Informe de la Comisión de la Verdad que confirmó que se mataba e incineraba a compatriotas nuestros en el horno del Cuartel Los Cabitos en Huamanga.
Evolucionemos de la mano de la compasión, entonces, aunque sea sólo para darle la razón a Darwin.