Por Raúl Tola EEUU no consigue recuperarse del asombro y la tristeza desde que, hace una semana, durante un mitin político en Tucson, un desequilibrado de 22 años llamado Jared Loughner disparó a quemarropa contra la demócrata Gabrielle Giffords y luego contra la multitud que la seguía, dejando casi una veintena de heridos y seis muertos, entre ellos Christina Green, una niña nacida el día del ataque a las Torres Gemelas. Defensora de las investigaciones con células madre, del control de los violentos carteles de la droga y de los trabajadores extranjeros en un estado como Arizona, que ha intentado convertir la inmigración ilegal en delito, Giffords –que contraviniendo todos los pronósticos médicos se recupera– y sus partidarios abaleados, son las últimas víctimas de la espiral de encono político e intransigencia que desde hace tiempo parece haberse apoderado de una de las democracias más sólidas del planeta. Responsables en parte son el odio, la imprudencia o abierta locura que ha sembrado en todo EEUU el fanatismo conservador y religioso, con ejemplos como el reverendo Fred Phelps, de la Iglesia Baptista de Westoboro, una minúscula congregación de iluminados que proclama la ira de Dios contra América por violar las leyes divinas al permitir «aberraciones» como las bodas gay o el aborto, y que en el colmo de la imbecilidad colgó en YouTube un video donde respaldaba y agradecía a Jared Loughner por ser un instrumento de la venganza divina. Pero sobre todo lo son la insensatez de engendros políticos como la ex gobernadora de Alaska y ex candidata a la vicepresidencia Sarah Palin, que desde el Tea Party –el ala más febrilmente conservadora del Partido Republicano– han atizado la hoguera del enfrentamiento y la desunión con un discurso extremista contra el presidente Obama y sus reformas, donde la confrontación, el anatema y las teorías conspirativas más delirantes han reemplazado a las propuestas y al diálogo. Un ejemplo incontestable del lenguaje grotesco y cruel de Palin y los suyos fue el mapa de los EEUU diseñado y hecho público durante las elecciones parlamentarias del 2010. Allí, señalados por dianas de tiro al blanco, aparecían los objetivos a derrotar. Giffords era uno de ellos. La enseñanza de episodios tan dolorosos como la matanza de Tucson debe ser aprendida de una vez por todas. Cualquiera sea su naturaleza –económica, mediática, política, religiosa– el poder tiene aparejado una dosis de responsabilidad proporcional a su tamaño y empleo. Por ahora el Perú se encuentra felizmente lejos de los extremos de violencia que se viven en los EEUU. Pero eso no quiere decir que no estemos alertas, más aún hoy que la campaña electoral empieza a calentar. Extirpemos cualquier indicio de intolerancia y vesania en cuanto asome.