Por Farid Kahhat
El régimen de excepción impuesto por Nayib Bukele en El Salvador, para combatir la delincuencia, lo ha hecho popular en el Perú. En agosto de 2022, el alcalde Rafael López Aliaga, entonces candidato, afirmaba que había tomado contacto con el “equipo de seguridad” del presidente salvadoreño con la intención de copiar su modelo de lucha contra el crimen. Tiempo después, cambió de opinión. El presidente del consejo de ministros, Alberto Otárola, también admira a Bukele. De hecho, afirma que El Salvador es el país que menos delincuencia tiene en América Latina, aunque el dato es equivocado. Igual, la duda está presente. ¿Quién es este personaje que anima las discusiones en nuestro escenario político? Farid Kahhat trata de responder esto en el siguiente texto.
Me apresuro en aclarar que no incluyo a Nayib Bukele en este libro porque piense que su ideología calza con algún grado de precisión en la definición de «derecha radical». Si acaso, basado en su trayectoria política, lo característico del presidente de El Salvador es que rehúye ese tipo de definiciones.
Buscan emular su ejemplo por igual políticos que no tendrían problemas en ubicarse hacia la derecha del espectro —como Zury Ríos en Guatemala, quien consideró su estrategia como un «modelo» a considerar—, y políticos que, como el propio Bukele, recusan las categorías convencionales —como Jan Topić, quien se hacía llamar «el Bukele ecuatoriano», pero, a la vez, sostenía que no es de izquierda, derecha o centro, sino un «outsider»—. Cabría agregar, sin embargo, que por ahora no hay evidencia de que la asociación con Bukele brinde votos en nuestra región: Ríos quedó en sexto lugar en las últimas elecciones generales en Guatemala; y Jan Topić, cuarto en las de Ecuador.
El propio Bukele, por su parte, comenzó su carrera política como alcalde de Nuevo Cuscatlán y, luego, de San Salvador, en representación del partido creado por la antigua guerrilla de izquierda, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Después, sin embargo, acusó a la clase política de su país —incluyendo a sus antiguos correligionarios— de ser cómplice tanto de las pandillas como del narcotráfico.
La paradoja es que Bukele, el azote de los pandilleros, también fue acusado por el periódico digital El Faro de haber negociado con ellos: habría buscado de la Mara Salvatrucha una reducción pactada en el número de homicidios y respaldo político, a cambio de mejoras en las condiciones carcelarias para sus integrantes presos y beneficios para aquellos que se encontraban en libertad. Y, aunque Bukele negó que tales negociaciones hubiesen tenido lugar, luego el Departamento de Justicia del Gobierno de los Estados Unidos formuló una acusación aún más grave: no solo el Gobierno de Bukele habría negociado con la Mara Salvatrucha, la principal pandilla del crimen organizado en el país, sino que, además, para simular la reducción pactada en el número de homicidios, esa organización hacía desaparecer los cadáveres de sus víctimas.
El periódico El Faro después alegó que Bukele había negociado no con una, sino con tres de las principales pandillas del país. Y, nuevamente, la misma acusación fue formulada luego por el Gobierno de los Estados Unidos; esta vez a través del Departamento del Tesoro.
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Lo dicho no coincide con la imagen pública de firmeza ante el delito que busca proyectar el propio Bukele, y, por ello, tal vez produzca perplejidad en algún lector. De ser así, consuélese sabiendo que no está solo en su estado de confusión.
Por ejemplo, un artículo que intenta discernir la ideología de Bukele (suponiendo que tal cosa exista) se titula: «El misterio ideológico de Nayib Bukele, ¿conservador, socialista, libertario o un camaleón político?». Un aún más confundido colaborador de la nunca bien ponderada enciclopedia digital Wikipedia, ante la pregunta sobre la ideología de Nuevas Ideas, el partido de Bukele, responde de la siguiente manera: «El partido comprende múltiples ideologías, entre las que se encuentran la izquierda, la derecha, el liberalismo económico, el conservadurismo social, y principalmente el populismo». Comprenderá el lector que, si reservamos el don de la ubicuidad al Dios del Antiguo Testamento, Bukele no puede estar en dos lugares al mismo tiempo: puede ubicarse en la izquierda o en la derecha del espectro político, pero no en ambas posiciones a la vez. Lo que uno puede colegir es que el colaborador de Wikipedia encontró tanto fuentes que sostienen que Bukele es de izquierda, como otras que aseguran que es de derecha.
Dado que no presumo de estar menos confundido que el lector en esta materia, no intentaré dirimir el debate sobre la verdadera posición ideológica de Nayib Bukele. Ni siquiera asumiré que tiene una. Solo me limitaré a constatar que la base de su imagen pública (es decir, un líder que asume poderes discrecionales para aplicar una implacable política de «mano dura» que, aunque con bajas colaterales, acabará con la delincuencia) es un tópico recurrente en el discurso de la derecha radical.
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Es decir, Bukele tendría cabida en este libro por razones que lindan con el condicionamiento pavloviano: está aquí más por la salivación que su mención produce entre sus admiradores en la derecha radical que por las ideas políticas que él pueda (o no) albergar en su mente. Si cree que comparar la conducta de algunos políticos de derecha radical con los perros de Pavlov es un agravio fuera de lugar, diría dos cosas en mi defensa. La primera es que la metáfora la tomé de una de las más prestigiosas revistas liberales dirigidas a un público empresarial, como The Economist. La segunda es que, antes de formular un juicio sobre la materia, lea estas declaraciones del alcalde del distrito limeño de Jesús María, admirador de Bukele: «Yo estoy completamente de acuerdo en que a todos los metan presos, y comienzas a limpiar, y comienzas a sacar a los que son inocentes. Pero al principio tienes que meterlos a todos».
Durante su intervención ante la Asamblea General de la ONU en septiembre de 2023, Nayib Bukele sostuvo lo siguiente: «En muy poco tiempo, El Salvador pasó de ser la capital mundial de los homicidios, pasó de literalmente ser el país más peligroso del mundo, a ser el país más seguro de América Latina». Parte de lo cual es literalmente falso. Es cierto que, en 2015, El Salvador se convirtió en el país con la mayor tasa de homicidios en el mundo (con 106.3 homicidios por cada 100 mil habitantes por año), y que esa tasa se redujo hasta un 7.8 en 2022.
Pero no es cierto que eso ocurriese en muy poco tiempo (es decir, durante su gobierno). La tasa de homicidios comienza a descender en 2016 y ya en 2018 se había reducido a 53.1, es decir, menos de la mitad que su nivel máximo en 2015, y la pronunciada tendencia declinante continuó durante el primer semestre de 2019. Bukele llegó al gobierno en junio de ese año. Tampoco es cierto que El Salvador sea hoy el país más seguro de América Latina, como dijo su presidente. Esas son afirmaciones que repiten quienes ven en el suyo un modelo replicable, sin molestarse en consultar fuentes.
Por ejemplo, el actual primer ministro peruano, Alberto Otárola, sostuvo en agosto de 2023 que «El Salvador es el país que menos delincuencia tiene en América Latina y esa es una realidad». No, no lo es. Dos son los indicadores más socorridos para calcular el nivel de delincuencia en un país: la tasa de homicidios y la tasa de victimización, es decir, la proporción de ciudadanos que denuncia haber sido víctima de la delincuencia durante el año previo. El Salvador no tiene la tasa más baja de América Latina en ninguno de los dos indicadores.