El frustrado diálogo entre el Gobierno y el Congreso agudiza la confrontación. La colisión entre poderes se ha producido poniendo sobre la mesa dos dinámicas excluyentes, la disolución vs. la destitución, ambas salidas unilaterales y rupturistas con efectos diferenciados. La disolución del Congreso tendría un trámite jurídico –y jurisdiccional- borrascoso, en tanto que la destitución presidencial tendría un resultado caótico.
Confrontado con los plazos, el Gobierno tiene sobre sí la presión de los resultados inmediatos, una urgencia más exigida que al Parlamento, atrincherado y aislado de la sociedad, pero con una mayoría interna creciente. El comunicado de 7 bancadas en respaldo a Olaechea suma entre 85 y 90 votos.
En la sociedad, la colisión tiene sus códigos propios:
1) los peruanos se expresan mayoritariamente contra la vacancia de la presidencia;
2) rechazan con la misma intensidad al Congreso;
3) creen que Vizcarra debe dirigir la transición; y
4) demandan que se vayan todos. Son cuatro opiniones gruesas que, sin embargo, evolucionan singularmente, de modo que las opciones 1) y 3) podrían girar en sentido inverso. En cambio, no se espera que retrocedan las opciones 2) y 4)
Si bien estos datos son por ahora consistentes, sería incorrecto negarse a apreciar la principal tendencia que emerge de agosto, el primer mes sin salida a la transición: ambos poderes se han debilitado seriamente. De ahí que el efecto del choque de trenes presenta en la sociedad, por lo menos, un doble carácter:
1) nos acerca a una vacancia simbólica de las dos instituciones;
2) y demanda la emergencia de un movimiento, una coalición con una narrativa crítica de ambos contendientes.
Sea cual fuese el desenlace de esta pugna, el comportamiento autónomo de la sociedad es creciente, y en ella cabe tanto las demandas de renovación/reforma, ahora mayoritarias, como las que llaman a la ruptura en tonos más radicales, por la derecha o la izquierda. La puerta está abierta y por ella pueden ingresar ambas opciones, incluso convivir por un tiempo. Esa disyuntiva se aprecia en las movilizaciones en favor del adelanto de elecciones.
Mientras menos condiciones se tengan para un pacto de poderes –el fracasado diálogo reciente no será el último intento- hay más posibilidades de un pacto social contrario al poder. Es decir, el Congreso podría tener los votos para destituir al presidente Vizcarra, pero no hay votos que valgan para sortear la presión social dos años más.
Quienes teorizan sobre esta etapa de la vida nacional como si estuvieran frente a un tablero de ajedrez, creen que bastan los jugadores y el movimiento de piezas. Lamentablemente, esta no es solo una batalla de adversarios y piezas. Hay que recordar que esta es una transición y que “algo” está muriendo.
La pugna de estos años entre corrupción vs. anticorrupción y de reforma vs. inmovilismo, no ha renovado el sistema político, pero sí a la sociedad, por lo menos en términos relativos. Este periodo registra actores sociales nuevos –principalmente mujeres y jóvenes y comunidades territoriales- de modo que la correlación de fuerzas entre el poder y los ciudadanos se ha alterado. Los actores tradicionales han dejado de representar a una ciudadanía que reclama cambios que el poder no es capaz de poner a su disposición.
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