Diccionario de peruanismos. La manipulación de los recuerdos y la ansiedad que dejaron los años de violencia en el Perú es práctica frecuente. Una de sus formas más eficaces es “terruquear” al adversario. Se ejerce sobre dirigentes, estudiantes, profesores, periodistas, políticos, activistas. Al aplicarles este rótulo quedan marcados y se vuelven peligrosos.
Como lo evocado es tan temible y el desprestigio tan “contagioso”, nadie se mete, se deja pasar el abuso. El señalado queda solo, inseguro, con temor a perder trabajo, relaciones.
Hace meses, cuando el Lugar de la Memoria sufrió el sabotaje del prófugo congresista Donayre, se terruqueó al lugar entero y sus trabajadores. ¿Qué se buscaba? Imponer una historia escrita según los intereses del grupo fujimorista.
Ahora un director del Ministerio de Justicia es acusado de antiguos vínculos con Sendero. Fue absuelto por un juez hace 31 años y desde entonces ejerce su profesión públicamente, pero no importa. ¿Qué se busca? Invalidar la más mínima posibilidad de gestión con algún aire social, que no sea tecnocrática.
El terruqueo no es pues inocente. Es un arma simbólica de control, se usa impunemente y funciona. Expulsa al denigrado del espacio legítimo de discusión. Y nos advierte que nadie bajo esa sospecha podrá ser un igual. No podrá compartir nuestro mundo laboral, político o social, será repudiado.
Deberíamos revertir la acción y cada vez que alguien use el terruqueo ponernos alerta: allí hay alguien que quiere manipularnos para su beneficio.