“Stan Lee se quedó en Marvel hasta el final, a pesar del maltrato y los litigios que sostuvo con la compañía que le debe su fama y su fortuna”.,Quería ser actor. Y escritor. Pero terminó siendo un dios. Un dios delgado, de ojos achinados, sonrisa fácil, voz chillona, pelo entrecano, lentes pavonados, y de gestos histriónicos. Tenía el don de crear héroes, supervillanos, historias inverosímiles. Y a sus personajes no solo les dotaba de poderes increíbles, sino también les confería problemas personales tan “épicos” como los que tenían con sus enemigos. Así era Stan Lee, el creador del Universo Marvel. El padre de los Cuatro Fantásticos. De Spiderman. De los X-Men. De Daredevil. De Iron Man. De Hulk. Del Doctor Strange. De Thor. Y de supervillanos, como Dr. Doom, el monarca de Latveria y némesis del científico elástico Reed Richards, y algo no menos importante: el favorito de Lee. Para ser justos, él siempre habla de sí mismo como un coautor, pues nunca olvidaba al dibujante con el que concebía a sus hijos de la ficción. Entre los principales, Jack Kirby (otro dios fallecido, en 1994) y Steve Ditko (quien bosquejó las primeras historietas del adolescente arácnido). Sus héroes, ya lo deben haber escuchado hasta el hartazgo en estos días, eran como uno. Falibles. Imperfectos. Con defectos. Era fácil identificarse con ellos, digamos. A diferencia de Superman, de la empresa rival DC Comics, quien sigue siendo demasiado perfecto, los personajes de Stan Lee se debaten todo el tiempo consigo mismos, atravesando grandes dificultades y con más problemas que un Baldor. Son superhéroes con superapuros. O algo así. Si me preguntan, los padres fundadores del Universo Marvel fueron Lee y Kirby. No solo Lee, si me apuran. Pero claro. Stan Lee se quedó en Marvel hasta el final, a pesar del maltrato y los litigios que sostuvo con la compañía que le debe su fama y su fortuna, y siempre encarnó el espíritu que anima a todas sus criaturas. Su intención, cosa curiosa, nunca fue revolucionar el mundo de los cómics (algo que igual hizo), sino divertirse mientras trabajaba. Porque eso era Stan Lee: un niño en el cuerpo de un adulto. “Yo nunca escribí para los chicos. Siempre escribí para mí”, le dijo en una entrevista que acabo de revisar y disfrutar, del año 2002, al guionista y director de cine, Kevin Smith. “Un gran poder exige una gran responsabilidad”, le soltó el tío Ben a Peter Parker, el quinceañero picoteado por una araña radiactiva, y la frase se repetiría innumerables veces como lema y resumen del Universo Marvel. En ese universo concebido por Lee, casi todo acontece en Manhattan, los poderes se adquieren usualmente debido a algún accidente científico (o simplemente se nace con ellos, en plan mutantes), y hay una línea de continuidad en todas las historias. Y claro. Los antagonistas se distinguirán de los héroes por su código moral, pero, como ellos, sus historias personales marcarán sus existencias. En el diálogo que sostuvo con Kevin Smith, Stan Lee se describe a sí mismo como si fuese Reed Richards. Alguien que “habla demasiado, tiende a ser monótono, pedante y aburrido”. Supongo que algo así era él. Aunque en ningún caso aburrido. Lo voy a extrañar. Siempre tuve la ilusión de conocerlo en la ComicCon de San Diego. Pero nada. No se dio la oportunidad. Ni modo. A manera de despedida, tomaré prestado el mensaje de DC Comics, la competencia de Lee, porque resume lo que siento: “Cambió la forma en que vemos a los héroes, y los cómics modernos siempre llevarán su marca indeleble. Su entusiasmo contagioso nos recordó por qué todos nos enamoramos de estas historias en primer lugar. Excelsior, Stan”.