El Estado democrático contemporáneo es una realidad que no se presta demasiado al cambio radical.,Un derechista acaba de ganar la presidencia en Colombia. Un izquierdista parece ante las puertas de la próxima presidencia en México este primero de julio. Otro izquierdista ganaría la próxima presidencia del Brasil en octubre, si no estuviera preso. En América Latina el electorado se mueve de un lado al otro, buscando su mejoría. ¿Qué lados son esos? En realidad las etiquetas derecha-izquierda no están diciendo mucho. Ayudan a comprender cosas, pero no definen del todo a las candidaturas ni a los partidos políticos de estos tiempos. Enfrentadas a la realidad, las etiquetas pueden crear falsos temores o falsas esperanzas, y en este último caso, decepciones e inestabilidad. La nomenclatura para clasificar políticos es un festín para el análisis. Categorías como derecha, izquierda, conservador, progresista, centro, autoritario, liberal, populista, tecnócrata, y media docena más se prestan a una combinatoria que puede ser sumamente desorientadora. Sobre todo en campañas donde las ideologías ceden el paso a las promesas o a las técnicas publicitarias. Pero como la clasificación es relativa y alguna forma de descripción es inevitable, debemos pensar que es fácil desorientarse, incluso para los politólogos. Además, poquísimos leen los programas de gobierno, y no todos los ganadores los cumplen. Terminan primando cosas como el carisma personal o la habilidad comunicativa. El Estado democrático contemporáneo es una realidad que no se presta demasiado al cambio radical. Son muchos los que en ese intento simplemente se han salido del marco democrático, y pasado a otros esquemas de clasificación, como dictador, autoritario, o sátrapa. Un proceso que suele comenzar con las normas de reelección indefinida. Nadie espera que Manuel López Obrador realmente izquierdice México, como predican sus enemigos. Tampoco que Iván Duque liquide el proceso de paz en Colombia, como se viene diciendo. Hoy los gobiernos tienen que ser de gestos elocuentes, pero no de pasos decisivos. Por eso quizás las popularidades de los ganadores suelen caer al poco tiempo, y allí se quedan. Aun así, las elecciones sirven como válvulas de escape para las frustraciones de las ciudadanías frente a sus gobiernos. Se trata sin duda de nuevas oportunidades, pero siempre de oportunidades limitadas, y así deberían ser vistas, en la marcha de sectores discrepantes hacia un objetivo común. No hay realmente un mejor camino.