Lo que menos hubo en las inmensas marchas del jueves por la noche fue odio. Ese grito desde la calle es uno de los más genuinos, valientes y dignos actos de defensa de lo que realmente importa, lo que nos hace un país y no la chacra de un puñado de poderosos: la democracia, la institucionalidad, el respeto a la Constitución y a la ley y a las condenas y el respeto por la gente, la palabra empeñada y la promesa; el respeto por la memoria, en particular la de aquellos cuya posibilidad de vivir vidas plenas fue mutilada por el Estado. Y el respeto por palabras cuyos significados algunos están decididos a corromper: reconciliación y perdón. Seguramente habrá espacio para la neutralidad en el escenario en que nos encontramos. Yo no lo reconozco, no lo encuentro cuando me detengo a pensar lo que ha pasado estos días y cómo ha sucedido. No veo cómo se hace para no sentir que el presidente ha traicionado al país, como el autócrata (al que indultó mediante pacto infame bajo la mesa) nos traicionó también al huir, renunciar por fax a sus responsabilidades como máxima autoridad del país y postular al Senado del Japón, país al que juró lealtad. ¿Cómo hacen los que miran de lejos para colmarse de indolencia, de desinterés, de neutralidad cobarde? ¿Cómo opera esa balanza suya en que no importa lo que pongan a cada lado, todo pesa siempre igual, todo lleva el peso de la comodidad? Ni me digan, prefiero ignorar. Prefiero unirme a la calle, ahí están los que se la juegan no por sí mismos sino por algo mucho más grande que nosotros: por el Perú.