“Siempre desconfío de quien no tiene (o dice no tener) enemigos. Caminar es elegir. Elegir es arriesgarse. Arriesgarse es pelear”, escribió hace un tiempo el destacado escritor y periodista español Arturo Pérez-Reverte. En lo personal, siempre he pensado que en la vida uno va tomando decisiones y posiciones por convicción, y principios. Se asumen causas, se cree y pelea por ellas. Como dice Pérez-Reverte, hay que elegir y pelear. Nada más hipócrita (y aburrido) que hacerse el neutral o el “pecho frío” para ser el amigo de todos. Reitero lo que escribí en mis redes sociales, si en el camino descubrimos errores, delitos y mentiras, se encaran y denuncian. No se encubren. Eso es lo que hace la diferencia entre unos y otros: apañar el amigo y señalar al oponente. ¿Duele? Claro que sí, y jode también. Pero es importante, sobre todo coherente, que junto a la decepción y el desengaño, se asuman culpas y responsabilidades. El problema es cuando se utilizan los pecados de unos para pretender hacer santos a otros. En esta historia de corrupción, la que nos cuenta Odebrecht y sus compinches, nadie se salva. ¿Quieres justicia? Exígela para todos, porque es igual de inverosímil alegar que firmas documentos en blanco o recibes millones de dólares sin tener idea de dónde provienen, como asegurar que financias millonarias campañas electorales con rifas y cócteles o amasas fortunas trabajando de mesera o cobrador de combi. No te hagas de la vista gorda con unos y con otros no en base a tus preferencias o afectos. Tampoco pidas a los demás lo que tú no haces: se predica con el ejemplo. Ni vayas con el dedo acusador si tienes ropa tendida. Limpia primero tu propia basura sin esconderla debajo de la alfombra. Lo más fácil ahora es desanimarnos y tirar la toalla. Me sentí así hace unos días. Pero aunque el panorama resulta desalentador, no es momento de desmayar y abandonar la lucha contra la corrupción. Sigamos eligiendo, arriesgando y peleando.