Se ha estado desarrollando durante esta semana en Bonn, Alemania, la conferencia mundial sobre cambio climático en la que se busca adoptar los acuerdos concretos que fueron esquivos en la cumbre de Copenhague de hace casi un año. Se trata de arribar a compromisos específicos y de carácter vinculante para cumplir las metas de reducción de emisiones contaminantes. Como se sabe, uno de los grandes obstáculos que ha encontrado en el último año la causa de la protección del medio ambiente es el arribo de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos. Bajo su mandato, Estados Unidos ha anunciado su próximo retiro del Acuerdo de París. No obstante, es necesario que la comunidad internacional persista en este esfuerzo, aunque la no participación de la mayor economía del planeta ponga en entredicho el cumplimiento de las metas. Pues se trata no solamente de un compromiso internacional entre otros, sino de una de las misiones más trascendentales que afrontamos ahora como especie, y que no es otra que la preservación de nuestro medio de vida. En la causa de la preservación del medio ambiente se encuentra una de las grandes cuestiones morales de nuestro tiempo. Se ha escrito sobre esta materia, en efecto, como una instancia en la que se pone a prueba una cierta ética de la responsabilidad. Es decir, la capacidad que todos deberíamos tener para orientar nuestras acciones individuales y colectivas según los efectos futuros que podemos prever para ellas. Algunas veces esas consecuencias futuras son tan diferidas que incluso es altamente predecible que ellas no nos afectarán, pues no tendrán lugar durante nuestras vidas. Y eso es lo que sucede, precisamente, con la racionalidad moral que subyace a la causa del medio ambiente. Esta requiere una cierta capacidad de abstracción, un ejercicio de empatía, una moralidad más robusta, pues se trata de asumir restricciones, frenos a nuestra acción, costos actuales para nuestras vidas, con miras a prevenir males mayores en el futuro. O, también, se trataría de buscar soluciones para males presentes –pues es cierto que mucha gente, y entre ellas, las poblaciones indígenas, están sufriendo ya las consecuencias–, pero que no se evidenciarían como benéficas sino en un futuro lejano. Así, una racionalidad ética centrada en la responsabilidad pone su atención sobre los que hoy constituyen enormes contingentes de población excluida en todo el mundo, y que sufre los embates de sequías e inundaciones y otros fenómenos producidos por el calentamiento global, así como sobre las generaciones futuras, aquellos que todavía no están presentes. Todo ello, desde luego, es difícil de sostener, pues son consideraciones de moralidad que obran en contra de intereses económicos inmensurables. Por ello, aunque la lucha por una agenda ambiental efectiva se despliega en el escenario de la política internacional y de la negociación, no hay que perder de vista nunca su fundamento moral. Esa agenda puede resultar económicamente atractiva, o no, pero su verdadera razón de ser, su carácter de necesidad reside en otro lado, en aquello que es lo que moralmente estamos obligados a hacer.