El 5 de abril de 1992, luego de que Alberto Fujimori anunciase el cierre del Congreso y la intervención de los poderes del Estado, decenas de miles de personas lo vivaron en la Plaza Mayor. Significativamente, casi el 90% de peruanos aprobó la medida, así lo registraron las encuestas. Entonces la dicotomía nos pareció clara: dictadura o terrorismo. Y así, entre bombazos y apagones, el país asistía a su enésima refundación republicana, como tantas en los siglos XIX y XX, pero no a través de la democracia, sino de la dictadura que, una vez más, nos pareció imprescindible para salvar a la república amenazada. Es como diría Chocano, en su célebre texto justificador del Oncenio de Leguía: “las dictaduras están llamadas a organizar las democracias”. No obstante, un repaso por el aciago 1992, nos muestra varios escenarios posibles, como el trunco gobierno del neoliberal FREDEMO, cuyas recetas económicas, acordes al consenso de Washington y el plan Brady, eran similares a las que aplicó el ‘Chino’, solo que tumbarse a la democracia completita y a sus partidos políticos no estaba en los planes del liberal nobel de literatura. Ni qué hablar de Sendero, cuyos talones venía pisando el GEIN, y que el gobierno de Cambio 90 mantuvo a regañadientes. Lo digo más claro: con o sin golpe, Abimael Guzmán iba a caer. De allí que la dicotomía “dictadura o terrorismo” no fuese más que una psicosocial más, de las muchas que se gestaron en la mente perversa de Vladimiro Montesinos y que, entre tanto bombazo, porque Sendero aún operaba, compramos sin dudarlo pues los medios la difundieron día tras día y los peruanos anhelábamos, antes que nada, la paz. ¿Estamos en una coyuntura así? es posible, en todo caso, comienzan a deslizarse narrativas e iniciativas legislativas para allanarle el camino a una nueva refundación, anaranjada por supuesto. De allí que los analistas de su entorno hayan centrado su ataque contra el mismísimo republicanismo, presentándolo como la frívola exquisitez de una aburguesada elite intelectual y ninguneándole cualquier atributo ante la ciudadanía. Y es así que, repentinamente, se han levantado críticas incluso contra la transición democrática de Valentín Paniagua la que, con mil y un dificultades, alcanza a nuestros días. Luego, los cuestionamientos se extienden a Julio Guzmán, presentado por algunos como sucesor natural de Paniagua, en tanto que podría levantar los valores cívicos que en su momento este enarboló. Y mientras que, con un floro notoriamente autoritario, se insiste en que el periodo democrático iniciado en 2017 es un experimento caduco y finiquitado, el Congreso se ocupa de limpiar la cancha para que el “nuevo advenimiento fujimorista” se convierta en realidad. De esta manera, un cambio en la legislación electoral dejará fuera de carrera a Verónika Mendoza y Julio Guzmán. Ojo con el segundo, y su capacidad de aglutinar a esa mitad clasemediera del país, la misma que derrotó con las justas a Keiko Fujimori en 2016. Porque decir que el 70% del país es antiestablishment es demasiada exageración: por lo menos uno de cada dos peruanos cree en la vía republicana, como en la consolidación de sus instituciones democráticas, lo que queda por hacer es darle organicidad a esa mitad. Luego ¿Qué es lo que existe más allá de la república? Queda claro que, entre el posmodernismo y la posverdad, el proyecto de los padres fundadores no parece demasiado inspirador y que no iremos a ninguna guerra civil por defenderla, como sí lo hicieron los republicanos españoles entre 1936 y 1939. Pero como desarmar es fácil, la pregunta que queda en el aire es ¿cuál es la alternativa frente a la república y sus utopías de virtud ciudadana, gobierno del pueblo e igualdad ante la ley? Porque si se trata del autoritarismo clientelar, patrimonialista y corrupto de Alberto, encarnado en su hija Keiko, me queda clarísimo que mi lugar está en la trinchera de quienes quieren seguir construyendo la república, no importa si contra viento y marea.