El debate en torno de la pena de muerte es antiguo, y el Perú ya ha pasado por allí, varias veces. En verdad son varios debates, que incorporan temas como los principios religiosos, la búsqueda de eficiencia en la represión o la disuasión, o la justicia para las víctimas. La Constitución de 1993 la considera, para algunos casos específicos de tipo militar. El fusilamiento en 1957 del llamado Monstruo de Armendáriz, acusado de violar y matar a un niño dejó un mal sabor entre la población, y con los años han crecido las dudas sobre su culpabilidad. Nadie más fue al paredón por este tipo de crimen. La pena de muerte para delitos comunes fue abolida en 1979, restringida a traición a la patria y terrorismo. Un argumento fuerte contra la pena de muerte ha sido la poca confianza del país en los procedimientos judiciales. Sobre todo entre los sectores populares hay el temor a ser víctimas de una injusticia irreparable. El Poder Judicial es el primero en declarar que no se da abasto ante la avalancha de casos, y de allí largas prisiones sin sentencia. El tema ha vuelto, en cierto modo liderado por el nuevo ministro de Justicia y un par de congresistas, como una forma de salirle al paso a las violaciones de estos tiempos, algunas atroces. Esto está en la línea de endurecer las penas para disuadir de delitos, algo que ha tenido siempre resultados muy pobres, aquí y en otros lugares del mundo. En el caso específico de las violaciones, la situación se complica aún más, si consideramos que el problema se inicia en la difundida cultura de indiferencia frente a los delitos de este tipo. Así, se trataría de pasar de una cierta forma de soterrada tolerancia directo a la pena de muerte. ¿Ha visto el ministro la cantidad de casos recientes registrados en el país? Como no podemos imaginar esas miles de ejecuciones que se nos vendrían, entonces en lo que deberíamos estar pensando es en alguna forma razonable y eficaz de enfrentar el problema. No hay por qué descartar un endurecimiento de penas. Pero no uno extremo al grado de volverse inaplicable, incluso si nos ceñimos a violaciones de menores.