A comienzos de septiembre de 1992 la sociedad peruana estaba sumida en un profundo estado de desmoralización. Un informe de la Rand Corp., que concluía en que Sendero Luminoso tomaría el poder en el Perú, había llevado en febrero de ese mismo año al Subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos, Bernard Aronson, a declarar ante la Cámara de Representantes de los Estados Unidos que era necesario evaluar una intervención militar multinacional en el Perú, para impedir el triunfo de Sendero Luminoso y el despliegue del tercer genocidio del siglo (el primero fue el holocausto judío y el segundo la matanza de 2 millones por el khmer rouge, en Camboya). Cuando Abimael Guzmán cayó el 12 de septiembre de 1992 el Estado peruano venía perdiendo la guerra. El I Congreso de Sendero Luminoso había proclamado que habían superado la fase del “equilibrio estratégico” y ahora debían desplegar la ofensiva, bajo la consigna de “construir la toma del poder”. La guerra se trasladó del campo a la ciudad y desde 1989 Lima se vio asediada con coches bomba, paros armados, cortes de agua y luz, asesinatos selectivos, atentados contra organismos públicos y privados y contra la población. Siguió luego el “aniquilamiento” de los líderes populares que lo enfrentaban, como María Elena Moyano, cuyo cuerpo abaleado fue volado con cinco kilos de dinamita en Villa El Salvador. Centenares de miles de peruanos querían irse. Los precios de las casas cayeron a la mitad y la tercera parte por la cantidad de gente que quería liquidar sus cosas para marcharse. Estalló entonces en julio el coche bomba en la calle Tarata en Miraflores, con decenas de viviendas destruidas, 30 muertos y más de dos centenares de heridos. Por eso la caída de Guzmán, dos meses después, fue recibida como un regalo milagroso. Esta captura, sin embargo no fue un regalo del cielo sino el resultado de la ejecución de una estrategia, impulsada por un grupo de policías de investigación nucleados en el Grupo Especial de Inteligencia GEIN, que enfrentaba la estrategia oficial impulsada por Fujimori y Montesinos, que el jefe del grupo Colina, Santiago Martín Rivas, explicó detalladamente al periodista Umberto Jara: responder a cada matanza senderista con una matanza ejecutada por el gobierno, en un macabro “intercambio de mensajes”. Terror contra terror. Las masacres de la Cantuta y Barrios Altos, por las que Fujimori está en prisión, fueron parte de esta estrategia. El GEIN tuvo que trabajar a espaldas del gobierno, porque cada vez que identificaban un cuadro senderista e informaban a la superioridad el ministro del Interior se apresuraba a lucir al detenido ante las cámaras de televisión, para demostrar que había avances en la lucha contra Sendero. El GEIN en cambio ponía un seguimiento secreto a los cuadros de Sendero que iban identificando, para identificar a sus contactos e ir reconstituyendo la red de comando de Sendero, con el objetivo de llegar a la cúspide, donde encontrarían a Abimael Guzmán. Por eso mientras Guzmán era capturado Vladimiro Montesinos asistía a un cóctel en la embajada británica y Alberto Fujimori estaba pescando en Iquitos. Fujimori no le perdonó al equipo del GEIN haber capturado a Guzmán sin informarle, despojándolo de la gloria de poder lucirlo como su trofeo. No solo se apropió del triunfo sino castigó a los policías que cambiaron el curso de la historia. En lugar de continuar con las capturas, aprovechando que los senderistas estaban desorganizados y en shock, como proponía Ketín Vidal, Fujimori disolvió el GEIN y puso a sus líderes en la congeladora sacándolos de la línea de carrera: Vidal fue virtualmente degradado al cargo de inspector de la Policía, Benedicto Jiménez fue enviado al Asia, Marco Miyashiro fue destacado a una dependencia policial de Chiclayo. Los integrantes del equipo que capturó a Guzmán fueron reivindicados en la democracia post Fujimori y su destino ha sido diverso e irónico. Marco Miyashiro logró retomar su carrera, llegó a general y a jefe de la Policía; ahora es parlamentario bajo las banderas de Keiko Fujimori. Ketín Vidal, que por un momento acaparó la gloria del operativo, luego pasó a un discreto segundo plano, con acusaciones de sus ex compañeros por apropiación de dinero. Benedicto Jiménez –a quien se señala como el artífice de la estrategia victoriosa– fue marginado, se bloqueó su ascenso a general y terminó incorporándose a la banda delincuencial de Rodolfo Orellana. Actualmente está en prisión. Una recompensa pecuniaria se distribuyó entre los policías que participaron en la captura de Guzmán, la mayoría puso su dinero en CLAE y lo perdió. Ni una proeza policial de semejante importancia histórica ha podido sustraerse al fango de la descomposición ética del país.