Suelo considerarme una optimista crónica, obstinada en la existencia de esperanza y con una fe profunda en la acción colectiva para la transformación. Ojo a no confundir optimismo con ingenuidad o candidez.
Quizás por ello, en medio de años de crisis política, sigo celebrando los pequeños triunfos, poniendo vigas donde los muros parecen caer, buscando incansablemente el “¿cómo salimos de esta?”. Los Monty Python dirían que voy “mirando siempre el lado brillante de la vida.”
Sin embargo, en cuanto a acción colectiva, cada vez resulta más difícil el optimismo o la esperanza. Luego del estallido social que se generó entre diciembre de 2022 y los primeros meses de 2023 en protesta contra el Gobierno de Dina Boluarte, hemos visto menguar significativamente la organización y la movilización (en unos lugares más que en otros, cierto es), al punto que algunas de las situaciones más críticas que se han dado en el último tiempo no parecen haber tenido gran reacción ciudadana como respuesta.
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Quienes más conocen de movimientos sociales hablan de una mezcla de factores alrededor de la débil capacidad de convocatoria y movilización que vivimos hoy en el país.
Por un lado, están las secuelas de la pandemia del COVID-19, que cambió de forma radical nuestras formas de socializar, acostumbrando a muchas personas a la distancia en todo sentido, y golpeó con fuerza a un sector de inmensa relevancia cuando se trata de protesta social, como es el movimiento universitario, dando lugar a una generación de jóvenes cuya experiencia estudiantil se hizo en buena cuenta sin lugar para la organización y la vida colectiva.
Por otro lado, qué duda cabe, la fuerte represión con que el Gobierno se asentó en el poder ha dejado no solo el trágico saldo de medio centenar de vidas perdidas, sino que inoculó el miedo en muchas ciudadanas y ciudadanos, quienes tienen la certeza de que no hay garantías a su derecho a la protesta, pues para Boluarte y compañía todos los medios son válidos si se trata de sobrevivir.
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Sumo a esto un factor que suele volver una y otra vez en el análisis. Hay una pérdida de sentido de utilidad en la movilización. Para aglutinarse y movilizarse, la ciudadanía necesita no solo la indignación, sino tener “expectativas de que el futuro que se logre con las movilizaciones será mejor” (Coronel, O. 2023). Y de eso ya no queda ninguna certeza.
Puestos en ese panorama, hoy parece que, a pesar de que gritamos tantas veces “que se vayan todos” y nos indignamos profundamente con cada uno de los escándalos, gollerías, delitos y desvergüenza de los actores políticos nacionales, al final los únicos que “se fueron” fuimos los ciudadanos y las ciudadanas. Y si bien es cierto que seguimos encontrando diversas formas de expresión del hartazgo con nuestra clase política, estas no logran cuajar en un movimiento que tuerza la voluntad de permanencia de los actores dominantes.
Esto vuelve a darme vueltas a raíz de la lectura reciente de Qué horizonte (ed. Lengua de Trapo, 2022), libro que recoge conversaciones profundas sobre la política y la transformación social entre Álvaro García Linera (economista y exvicepresidente de Bolivia) e Íñigo Errejón (politólogo y diputado español).
Casi al inicio del libro aparece una reflexión de cómo surgen las condiciones para la movilización social transformadora. O más precisamente, cómo surgen en contextos donde el poder y la dominación están en manos de unos pocos actores distantes de la sociedad.
García Linera va a hablar aquí del surgimiento de un “agravio moral”, una suerte de traición a reglas de convivencia que gatilla el hartazgo frente al statu quo y da lugar a que la ciudadanía se abra a cambios.
En el caso de Bolivia, considera García Linera, el primer “agravio moral” previo a los cambios en ese país estuvo relacionado con el intento de privatización del agua en 2006. Errejón, por su parte, planteará que en España el agravio fue la ruptura de la promesa de desarrollo con la que el régimen se había establecido, la que se vio graficada en la crisis económica de comienzos de siglo, el éxodo de miles de jóvenes profesionales del país y la crisis de los desahucios.
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Quise analizar entonces cuál ha sido el agravio moral en el Perú, aquel que pudiese movilizarnos, y mi triste respuesta es que venimos de una seguidilla larga e imparable de agravios, al punto que parece que hemos dejado de percibirlos como tal.
Así, solo por pensar en el tiempo reciente, las vidas perdidas durante la pandemia por COVID-19, muchísimas de ellas producto de un sistema de salud precarizado a propósito para alimentar al sistema privado y sus ganancias, son quizás uno de los mayores agravios que hemos enfrentado como colectividad. Pero para cuando llegó ya hacía mucho que las pensiones, la educación y los servicios públicos estaban precarizados y habíamos aprendido a no esperar nada de ellos.
El atornillamiento en el poder de Dina Boluarte y su coalición autoritaria han sido solo un agravio más. Pese a que la calle y las encuestas dijeron con claridad que se necesitaban nuevas elecciones, los actores políticos no hicieron eco de ello.
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Ante este panorama y la tentación de apagar la luz e irse, otro apunte del libro me permite encontrar la dosis de optimismo, y es la que tiene que ver con “entender los procesos de cambios como un flujo de mareas ascendentes y descendentes, que suben y bajan, y que, por tanto, nos exige a quienes trabajamos por el cambio político a tener una política para cuando la marea sube y otra para cuando la marea baja”.
No se puede vivir esperando las primaveras democráticas o los estallidos sociales, porque la acción política existe también cuando la marea baja y muchos ciudadanos y ciudadanas vuelven a sus casas cansados y desesperanzados, reclamando con justicia su derecho a poder ocuparse de lo suyo y dejar de ser protagonistas de la historia. Sobre todo cuando la historia no parece tener nunca un final feliz.
Dicho esto, creo necesario que asumamos el reto de movilizar la política con otras herramientas y estrategias. ¿Cuáles? Es una pregunta que espero podamos responder conjuntamente. Toca poner en marcha la imaginación y la inteligencia para brindar razones de esperanza y triunfos, que alimenten también las expectativas de la ciudadanía de que los cambios son posibles. No se trata de quejarnos porque “nadie se moviliza”, sino de hacernos la tarea de recuperar la ilusión que lleva a la movilización.
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Ante el pesimismo de un contexto político adverso, de tiempos malos, reivindico aquí el optimismo de la voluntad, con el que se rema en marea baja, o incluso a contracorriente, tratando siempre de mantenernos a flote.