Un fallo de la Corte Suprema que alude al derecho a la protesta ha generado comprensible preocupación esta semana. Si bien se trata de una sentencia específica en el marco del conflicto minero Las Bambas, está claro que la suspicacia que despertó no es gratuita y debe ser entendida teniendo en cuenta las condiciones reales para el ejercicio del derecho a la protesta en nuestro país.
En primer lugar, es innegable que protestar en el Perú es una actividad de riesgo, desprotegida, estigmatizada y mortalmente reprimida. Los informes de los organismos de derechos humanos lo han corroborado para el reciente ciclo de manifestaciones. La CIDH ha enumerado situaciones de uso excesivo de la fuerza y uso irregular de armamento por parte de las fuerzas de seguridad, con saldos fatales tanto de manifestantes como de personas que no participaban en las protestas. Ha recomendado además que se investiguen incidentes que podrían configurar ejecuciones extrajudiciales y masacres. También el relator especial ONU para el derecho a la libertad de expresión y de asociación, Clément Voule, ha alertado sobre estos aspectos en su reciente visita al país.
Este alto riesgo para la vida y la integridad física que supone protestar en nuestro país no es reciente. A fines de 2020, la movilización contra el Gobierno de Manuel Merino dejó no solo dos víctimas mortales —Inti y Bryan— sino también decenas de personas heridas, sobre todo jóvenes. En ese momento, la represión contra la protesta fue alentada por el mismo sector que hoy sostiene en el poder a Dina Boluarte, sector que además blindó a los responsables desde el Congreso, bloqueando la posibilidad de investigación judicial. El caso de la represión contra el paro agrario, también en 2020, no marcó una diferencia significativa respecto a cómo se responde desde el poder estatal a los reclamos de la ciudadanía.
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Como vemos, no se trata solo de la amenaza contra la vida y la integridad física, muchas veces realizada, sino también de la impunidad que le sigue. Realmente nunca se sanciona a quienes atacan este derecho. Si seguimos, podemos encontrar en la historia reciente incontables casos de estigmatización, ninguneo, vulneración o represión directa al derecho a la protesta. Desde las continuas ilegalidades en que incurren empresarios y funcionarios que combaten el derecho a la sindicalización y al reclamo por razones laborales, hasta la respuesta estándar que se ha dado a los conflictos entre comunidades y empresas extractivas, prácticamente no hay protesta que no pase por el ciclo de uso desproporcionado de la fuerza y posterior criminalización y persecución a dirigentes y defensores legales. De hecho, en las últimas décadas se ha configurado, en la normativa y en la práctica, una mayor libertad de acción de las fuerzas policiales, una mayor presión sobre quienes organizan protestas y sobre quienes actúan como sus defensores legales, así como una mayor frecuencia de heridos y fallecidos por impactos de proyectil de arma de fuego entre quienes participan en una protesta.
Así, cuando hablamos de protesta, hablamos de un derecho constantemente vulnerado, perseguido, amenazado con muerte. Si bien este diagnóstico viene de años atrás, dada la naturaleza ilegítima de este Gobierno y su entraña autoritaria, la tendencia se ha acelerado y radicalizado. En esa medida, y como ha señalado el IDL, la sentencia puede verse como un intento de validación de discursos y prácticas autoritarias vigentes. Podemos agregar que se trata también de una sentencia con argumentos problemáticos que empujan a la ilegalidad los aspectos más confrontacionales de la protesta. No podemos pasar por alto esta arremetida en momentos en que la movilización popular es la principal fuerza para enfrentar el autoritarismo.