Como nadie le paga por jugar fútbol, tocar guitarra o ir al cine se dedica a la ciencia política. Es...

Peruworski (o una explicación pendular), por Alberto Vergara

En su última columna mensual, el politólogo sostiene que la democracia peruana ha oscilado entre la irrelevancia de los resultados electorales y un peligroso costo por perderlos, lo que habría deslegitimado el sistema político.

Adam Przeworski, uno de los politólogos más reconocidos del mundo, en los últimos años ha defendido una idea que puede ayudar a iluminar la gradual descomposición y demolición de la democracia peruana. 

(Digresión rápida: digo descomposición y demolición porque con lo primero refiero a cuestiones históricas o sociales que se imponen solas sobre la siempre precaria democracia peruana, mientras que lo segundo alude a los actos deliberados de quienes buscan, como los Saicos, demoler, demoler, demoler). 

Regreso: lo que Przeworski defiende es que las instituciones democráticas sufren problemas críticos bajo dos situaciones. De un lado, cuando la gentereconoce que los resultados electorales no tienen consecuencias concretas para sus vidas. La segunda es la opuesta: lo que se juega en las elecciones es demasiado crucial. El costo que deben asumir quienes pierden las elecciones es exorbitante y, por tanto, estas constituyen una amenaza peligrosa. 

En síntesis, en el primer caso las elecciones no tienen consecuencias importantes, en el otro son un asunto de vida o muerte.

Bueno, la trayectoria de la democracia peruana de los años 2000 puede ser descrita como una suerte depéndulo de Przeworski: pasamos de la vigencia y celebración del “piloto automático” que bypasseabaresultados electorales al orden contemporáneo en el cual el costo de protestar es una bala en la cabeza. 

Hace trece años publiqué un ensayo tituladoAlternancia sin alternativa. Era el primer año de gobierno de Ollanta Humala y después de haber erizado los terrores más vetustos e inamovibles de nuestra sociedad prometiendo una “gran transformación”, una vez en el poder resultó que la única gran transformación de Humala fue la suya propia transitando de comandante a cosito.

Una vez más se imponía la continuidad. Podía haber alternancia, pero no alternativa. Con menos aspavientos, había ocurrido con Toledo el 2001. Su legitimidad principal era haber encarnado al antifujimorismo, pero no organizó su gobierno como un desmantelamiento radical de lo heredado de los noventa (aun cuando fueron cruciales muchas iniciativas como la desaparición del Ministerio de la presidencia, entidad que ayudaba a sostener un orden clientelar y autoritario, por ejemplo). Más bien, el presidente mostró que no tenía mayor inclinaciónpolítica y delegó los poderes principales a cuadros sininterés en alterar el statu quo heredado. Para todo efecto práctico, el hombre fuerte de la gestión fue PPK, quien un poco después se presentaría en sociedad como ppkeiko. Así, el cholo sano y sagrado que alguna vez había sido terruqueado –avant la lettre— resultaba un dócil jefe de Estado (de ebriedad).

Algo semejante ocurrió con Alan García en su segundo gobierno. Hoy lo hemos olvidado pero el candidato que regresó del exilio no era aún el conservador comensal de comilonas sanisidrinas. De hecho, la escena famosaen que le pega la patada a Jesús Lora ocurre en una marcha del 2004, cuando protestaba junto a la CGTP contra el neoliberalismo, la constitución de 1993 y los services que precarizaban el empleo de las clases trabajadoras. Además, estaba en contra de un tratado de libre comercio con EEUU. Y en las elecciones del 2006 ganó distinguiéndose de la neoliberal candidata de los ricos y del antisistema Humala. Pero las elecciones importaron poco, el manejo del país en lo fundamental se mantuvo. 

Y la inercia prosiguió el 2011, lo decía más arriba, cuando Humala también resulta domesticado y encausado sobre los rieles de lo habitual. Como recordaba un amigo, las sesiones de transferencia de gobierno del 2011 fueron, en realidad, reuniones de patas. De patas tecnócratas, se entiende. Paradójicamente, fue el gobierno de Humala el que tuvo un mayor predominio de cuadros tecnocráticos. 

Incluso recuerdo haber participado de una mesa redonda en Washington antes de las elecciones del 2016 en la que un peruano funcionario del Fondo Monetario Internacional celebró que en el Perú las elecciones no importaban (lo dijo, literal), mientras le aconsejaba a un auditorio lleno de estudiantes de políticas públicas que el Perú lo único que necesitaba era no ponerse creativo y seguir con el rumbo de entonces. 

Así, al calor de un crecimiento económico aluvional y de una impresionante reducción de la pobreza, se impuso una atmósfera que replicaba la vieja aspiración de Porfirio Díaz en el siglo XIX: mucha administración y poca política. Estaba muy bien mantener las elecciones democráticas, pero aún mejor mantener su irrelevancia.  

Sin embargo, Przeworski tenía razón. La continuidad tecnocrática no contiene los nutrientes de la fortalezademocrática. La ciudadanía constató un sistema en el que elecciones muy polarizadas --donde cada mitad del país se entregaba rabiosamente a la politización— que terminaban teniendo resultados anti-continuidad,traían, en lo esencial, continuidad. Y una continuidad que producía pérdidas y beneficios, ganadores y perdedores, bastante alineados con nuestras desigualdades. Las elecciones, atestiguó la ciudadanía, tenían muy pocas consecuencias. 

Fue así como el régimen perdió legitimidad, los presidentes impopulares planeaban con desdén sobre la sociedad y la ciudadanía se desenganchó. Sobre eso, el boom económico favoreció la explosión de las economías criminales, Odebrecht y Cuellos blancosenvenenaron el sistema y, de pronto, aquel ordensostenido en la razón tecnocrática segregó uno fundado en la razón criminal.

Y, por ende, uno donde es demasiado peligroso perderelecciones. O sea, la segunda condición bajo la cual, según Przeworski, las democracias pueden colapsar. 

Y es que, efectivamente, en el Perú se ha vuelto muy peligroso perder elecciones. Comencemos por lo evidente: peligrosísimo para quienes protestenlegítimamente contra quienes están en el poder. Hace cinco años, Manuel Merino cayó tras dos asesinados en las protestas en su contra. Boluarte se quedó con 49 muertos. Y nadie ha considerado que Jerí pudiera tambalearse por el asesinato de Eduardo Ruiz, “Truko”.

Así que todos corremos muchos más riesgos en el Perú si es que somos opositores de quien acceda al poder en los próximos años. Lo cual, desde luego, incentiva a que todos seamos desleales contra el régimen. Si el costo de perder las elecciones es ser asesinado es comprensible que estemos dispuestos a desertar de ese orden. 

Pero el costo de perder elecciones también se ha hecho impagable para quienes están detrás de esos asesinatos.Todos saben que se trata de ejecuciones extrajudiciales y que así como el congreso y la justicia hoy lucen bajo control, en el Perú todo eso puede cambiar fácilmentecon a simple twist o fate, para decirlo con una línea de Dylan. Expresidentas y expresidentes, muchos policías y militares, exministros y toda una galería conexa de miserables reconocen el peligro de perder el control de las cosas. Y todos han sido testigos de centenas de funcionarios de la época de Fujimori terminar en laprisión, además del encarcelamiento de casi todos los presidentes del siglo XXI.

En el congreso, por su parte, una colección de mocha-sueldos, violadores, autoexculpados, traficantes de influencias, proxenetas y mil otras categorías penales han trabajado para que las instituciones no puedan perseguirlos. Pero son conscientes que no hay ingeniería de la impunidad lo bastante estable para estar tranquilos. Es el Perú, finalmente, bueno y malo, mejor y peor, todo está pegado con babas, no da para que duerman tranquilos. O sea, tienen incentivos muy altos para descarrilar las elecciones democráticas. 

O piensen en quienes se han acostumbrado a hacer negocios penumbrosos con el Estado. No solo anhelan impunidad respecto del pasado sino asegurar que la mata del cohecho siga dando. Excepciones tributarias, normas a la medida, organizaciones criminales que no pueden ser investigadas por organización criminal, en fin, todo aquel que brilla en el arte de dinamizar su negocio en los pasillos de la clandestinidad, tiene interés en que unas elecciones libres y transparentes no desbaraten la utopía del marca y del merca en que vivimos.

En resumen, estamos instalados en un sistema que incrementó los incentivos para no tolerar una derrota electoral y acabar con la democracia. Por eso es lógico que más de un actor asegure descaradamente que sufre o sufrirá un fraude electoral del que no hay indicios (Pedro Castillo y Keiko Fujimori el 2021, López Aliaga en la municipal) y que los asesinatos sean, de pronto, una coordenada de la vida política nacional.Por si fuera poco --como anda alertando Eduardo Dargent estos días-- la confianza en las encuestadoras va en picada y con ello uno de los pocos mecanismos para defender un resultado legítimo o atacar uno fraudulento.

Así que hemos pendulado de una situación crítica a otra. Pero sería ingenuo creer que ambas crisis de la democracia son equivalentes. La de hoy es más grave. Una ciudadanía alienada acaso prepara, macera, encuba, el quiebre democrático, pero no lo perpetra. Una colección de interesados activistas de la injusticia y la renta fácil es un riesgo mucho más concreto y peligroso. Y seguramente también un sarro más difícil de remover. 

(Esta es la última columna que escribo en este espacio que generosamente me brindó La República. Mil gracias al diario y a las distintas personas con las que hemos trabajado. Y gracias a los lectores que han valorado o padecido estas intuiciones sobre el país y el mundo durante dos años.)

Alberto Vergara

A mí no me cumbén

Como nadie le paga por jugar fútbol, tocar guitarra o ir al cine se dedica a la ciencia política. Es profesor en la Universidad del Pacífico. Ha publicado una decena de libros entre propios y editados. Su libro más reciente es Repúblicas Defraudadas: ¿Puede América Latina escapar de su atasco? (Crítica, 2023). También ha publicado el libro infantil Otta la gaviota que tenía… ¡vértigo! (Planeta junior, 2022).