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Opinión

La muerte de los nadies

“Por otro lado, resulta bien impreciso, sostener en redes sociales que hoy estamos viviendo una dictadura militar...”.

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La polarización social se ha agudizado aún más a propósito de las lamentables muertes que como saldo dejaron las protestas. Sin embargo, como es natural, los argumentos válidos han sido abortados por sentimientos apasionados que, en vez de aportar a una reflexión necesaria sobre el contexto que estamos viviendo, se refuerza el odio a quienes piensan distinto a uno.

La polarización política no es mala. En una democracia se deben permitir todo tipo de opiniones y posturas dentro de un marco de derechos. El debate y discusión de las ideas es lo que permite dinamizar la actividad democrática hacia acuerdos, consensos, construcción de agendas públicas y diseño de políticas públicas.

La polarización política, cuando se da por la diversidad de ideas y se ponen espacios o canales de diálogo para llegar a acuerdos, nos permite madurar como país y tomar decisiones políticas más ponderadas. Cuando esta polarización deja de darse alrededor de las ideas y se cosechan insultos y odios al que piensa diferente, entonces la fragmentación social se fortalece impidiéndonos avanzar.

Las protestas de las últimas semanas han generado una movilización de personas con demandas válidas respecto a la necesidad de tener un Estado que funcione y presencia de agentes más vinculados a economías ilegales que, ante la salida de Pedro Castillo, han perdido mayor espacio de poder. Ninguna de las personas de cualquiera de los dos grupos merece morir con munición de guerra. Esto es algo que debemos tener claro.

El monopolio de la violencia es una facultad que los ciudadanos le dan al Estado dentro de la lógica del pacto social con la finalidad de preservar la tranquilidad y convivencia pacífica (interna o externa). Restablecer el orden es una función que el Estado debe garantizar cuando la movilización social se ha salido de las manos y existe una gran amenaza para los ciudadanos.

Sin embargo, hoy, en pleno siglo XXI, no podemos permitir que el restablecimiento del orden se dé a costa de la represión policial cometiendo excesos a los derechos humanos. Existen medidas y procedimientos legítimos para el restablecimiento del orden. Ese odio que le podemos tener al otro no puede convertirnos en personas que tranquilamente digan “métanle bala a esos miserables”, por decir lo menos que he leído en redes sociales.

Ningún ciudadano civilizado debería responder así. La muerte de un peruano en manos del Estado debe dolernos a todos. Estos hechos sin duda deben ser investigados y aclarados para llegar a la verdad. No solo los familiares de los fallecidos tienen derecho a saber esto, sino también todos los peruanos. Por supuesto que desapruebo los actos vandálicos, los cuales también deben ser investigados, pero no podemos tolerar excesos en un Estado de derecho.

Por otro lado, resulta bien impreciso sostener que hoy estamos viviendo una dictadura militar. Es importante que ante un momento tan tenso que está viviendo el país, nos pongamos paños fríos y lejos de seguir aportando a la polarización, debiéramos pensar en cómo nos encarrilamos hacia una mayor gobernabilidad democrática.

El respeto por los derechos humanos debe ser la base social y moral de nuestra vida en comunidad. No respetarlos nos acerca más a los animales que al homo sapiens. El problema se agrava más aún cuando tenemos una tolerancia selectiva y territorial a la violación de derechos humanos.

Esta Navidad, más de 26 familias han recibido las 12 con un profundo dolor y, aunque el Estado anuncie reparaciones para ellos, sus muertes no están sirviendo para que como país reflexionemos. La reparación es un deber del Estado, no se trata de comprar vidas, la justicia también es un deber del Estado, pero en lo que se tiene que abocar el Estado hoy es en evitar que sigan muriendo los nadies y a nadie le importe.

Mientras tengamos a izquierdas y derechas que coincidan llamar pelotudeces democráticas a la institucionalidad pública, seguiremos recibiendo a los heraldos negros de la gobernabilidad. Yuyanapaq.

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