Todavía resuenan las apelaciones más repetidas de la elección pasada. Desde la derecha, el llamado a la patria; desde la izquierda, el llamado al pueblo. En ambos casos, palabras que fueron usadas para enmascarar múltiples vacíos.
La derecha encarnada, agrupada y cohesionada en el fujimorismo, propuso que todo lo que hacía era un acto patriótico para salvarnos del comunismo. Volvimos a los años de la Guerra Fría. Igual que en esos tiempos, hablar de la patria fue un acto regresivo: no porque la patria no exista o no importe, sino porque se la usa como justificación para la preservación del “orden”, de aquello que hace a la derecha más feliz y más poderosa. Ir contra ese orden es traición, sin importar que mantener el orden sea mantener también las relaciones de poder, económico, social y cultural, favorables al capital realmente existente.
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Pero la izquierda contestó desde sus propios vacíos. La nueva Constitución, que tendría “olor, color y sabor del pueblo”, aparece como una solución radical y profunda a males que no suelen responder a los arreglos institucionales. La gestión pública, en cambio, queda de lado porque al pueblo “no le interesan esas cosas”. Con eso, se evade la necesidad de hacer que el Estado funcione para proponer objetivos difusos y de largo plazo que siempre se podrán afinar hasta hacerlos inalcanzables.
Ambas variantes se diferencian solamente en que un lado pide cambios difusos mientras la otra exige no cambiar nada. Recordemos que todavía existen campañas en clave menor, de segundo plano: una buscando un referéndum para llamar a una asamblea constituyente mientras otra quiere un referéndum para que no se pueda cambiar nunca la Constitución actual.
Para ambos bandos, replegados en sus esquinas digitales, todo es posible si nos apegamos a la solución más simple, más allá de su viabilidad. Así se evade el debate público sobre lo que realmente importa: cómo enfrentar las carencias económicas del país mientras reaccionamos ante la crisis climática.
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Lo que queda es el placer del troleo: yo digo algo, mis “amigos” me aplauden y siento que hago o deshago la revolución. Claro, mientras más entrampada la política, y con el troleo como rutina diaria, más fácil es mantener el statu quo.
En una guerra de troles gana el que controla el bosque, no el que quiere cortarlo para hacer algo nuevo. Si además el líder que busca el cambio no sabe a dónde ir ni qué hacer con el poder que tiene, todo es un espectáculo divertido para algunos, pero banal para una mayoría que, además, dejará en pie lo peor que ya tenemos y terminará por destruir la esperanza tenue de algo distinto.
Dejar el troleo para gobernar en serio es hacer patria para el pueblo.