
Una explosión a mitad de vuelo, un descenso imposible de soportar y una supervivencia que aún desconcierta a la ciencia. La historia de Vesna Vulović no solo quedó en los archivos de la aviación, sino también en la memoria colectiva de quienes buscan entender hasta dónde puede resistir el cuerpo humano.
El 26 de enero, el vuelo JAT 367 avanzaba con normalidad. Había partido de Estocolmo y se dirigía a Belgrado. En algún punto del viaje, a la altura de lo que hoy es República Checa, algo salió mal. Una explosión cortó el fuselaje del avión y lo que hasta entonces era un vuelo tranquilo terminó en una caída descontrolada. Todos los pasajeros y tripulantes murieron, menos una.
Vesna estaba en la parte trasera del avión, atrapada entre el carrito de servicio y los restos del fuselaje. Desde más de 10.000 metros de altura, cayó al suelo junto a ese fragmento. Sin paracaídas. Sin una explicación lógica que respalde por qué, al llegar al suelo, seguía respirando.
Cuando el equipo de rescate llegó al lugar del impacto, encontró restos del avión y cuerpos sin vida esparcidos por el bosque. La sorpresa vino cuando un vecino de la zona oyó un sonido entre los escombros. Vesna estaba viva, aunque inconsciente y con el cuerpo destrozado.
Tenía fracturas en el cráneo, la columna, la pelvis y ambas piernas. Estuvo internada varios meses, pasó días en coma y, con el tiempo, logró volver a caminar. Algunos médicos hablaron de factores como la presión arterial o la posición en que cayó. Otros admitieron que, más allá de teorías, no tenían una respuesta clara.
Después de recuperarse, Vesna quiso volver a trabajar como azafata. No la dejaron. Sus lesiones la alejaron de los aviones y fue reubicada en tareas administrativas. En 1985, fue reconocida oficialmente por haber sobrevivido a la caída más alta sin paracaídas. A ella nunca le gustó ese tipo de atención. Prefería no hablar del tema, en parte porque no recordaba nada, pero también porque no quería que su vida girara en torno a ese episodio.
Durante los años 90, se involucró en política y participó en protestas contra el gobierno de Slobodan Milošević. Esa decisión le costó el trabajo, pero no se arrepintió. Murió en 2016, en su casa de Belgrado. Tenía 66 años. Vivió lejos de los focos, con un perfil bajo, como alguien que no se sentía cómoda con la idea de ser una “superviviente famosa”.

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