Antes de ser el productor notable de 78 años, Efraín Aguilar Pardavé fue el niño futbolista, el narrador de chistes tétricos en conversatorios nocturnos, el lector de “Pulgarcito”, el guardia de fila para la adquisición de carbón, el limpiador de tuercas, el verdulero, el hábil del barrio —del callejón de un solo caño— que se levantaba a las 5.30 a. m. para inaugurar la ducha. Fue también, durante tres años, el profesor de cuarto y quinto de primaria en la 3047 de La Balanza, en Comas. Aquí reunió talento y sembró perspectiva: “Formé un grupo de teatro. Con ellos (los alumnos) hicimos campaña y lo llevamos por todos los colegios”.
Renunció a las aulas porque “era imposible conjugar la docencia en el Estado con la actividad teatral”. Y pese a que había encontrado comodidad en la relación democrática —porque así la cimentó— entre educador y educando, priorizó las tablas: “Las dejé con mucha pena, pero la actividad artística me atraía más”.
Le atraía también una justicia sin ira, más bien con sarcasmo: ya estaba en el teatro Leguía cuando llevó consigo las actas de todos los alumnos porque el colegio le adeudaba su sueldo. “Los padres protestaban, pero fueron con el cheque después. Les entregué las actas”.
Resolver con astucia le sirvió para su rol como tramoyista —“con mi martillo y mi serrucho”, recuerda el también llamado ‘Betito’— en los tiempos en que Pepe Vilar era su jefe, el aplaudido productor teatral de los 60, 70 y 80. “Pepe Vilar no te explotaba”. A su remuneración de 11 dólares —en moneda internacional porque la gira también lo era—, Efraín podía sumar un dólar cada vez que entraba como extra, encarnaba un papel principal o maniobraba la concha del apuntador. Ganaba, así, hasta 21 dólares.
Además de Pepe Vilar, los Somoza, la familia dictatorial de Nicaragua, destacaron su talante multidisciplinario. La hija del entonces presidente Anastasio Somoza, y a quien Efraín le corrigió el “usted” por el “tú” —"Efraín me llamo, no ‘señor Aguilar’"—, le propuso trabajar en el teatro Rubén Darío.
“Me ofreció 5.000 dólares mensuales más un departamento y un carro. Yo dije: ‘Yo me quedo’. Firmamos el contrato. Yo tenía que comenzar a trabajar el 1 de enero de 1973, pero el 23 de diciembre de 1972 fue el famoso terremoto de Managua que destruyó todo. Después vino el derrocamiento de los Somoza y se acabó. Queda una linda anécdota”.
También dejó huella en Colombia. La dejó en las arenas de Popayán cuando, en medio de un apagón, se cayó y su figura se calcó sobre el terreno. “Yo no vi que había un alambre y volé. Al día siguiente, cuando fui al teatro a ver el tema de las luces, me dio risa. Mi cuerpo entero estaba dibujado en la tierra muerta”.
Y en Perú estaba dibujado un espacio televisivo para él. Un espacio que sufrió una interrupción de casi 11 años luego de que declinara, en 1982, un pedido del gerente: “Viene un día don Alberto Terry y me dice: ‘Hay que ponerle calatas’. Ese fue su término. Y yo le dije: ‘Pero ¿por qué? Si quieres vemos otro programa a las 10 de la noche y hacemos una revista’. ‘No’, me dijo, ‘hay que poner chicas en ropa muy pequeñita’. Yo no voy a hacer eso, lo lamento mucho. Yo salí, tiré un portazo. La puerta era un vidrio, de esos que dice ‘Gerencia’. Se rompió”.
“Y eso me costó 11 años de televisión. (...) Me dediqué a lo que es producción, producción, producción”. Su práctica en producción teatral robusteció su indiferencia hacia un formato de risa fácil. Por eso, cuando regresó al aire, en 1993, le dijo con seguridad a Ernesto Schutz, entonces dueño de Panamericana Televisión: “Ernestillo, el día que tú hagas lo que yo tengo acá, te vas a volver millonario”.
“Él por primera vez escuchó el término teleserie. No es una telenovela. (...) La teleserie es un programa diario y familiar. El niño, el joven y el adulto juntos. Divertido y testimonial”.
—Forjaste tu propio concepto sobre la televisión testimonial. ¿Cómo surgió?
—Desde la primera producción que hice pensé qué cosa es lo que sucede en nuestro país: el noviecito que quería entrar a la casa, y el abuelo o el papá que no lo dejaban; el doctor Chantada, el papeleo que se demoraba por gusto. (...) Cuando la gente ve eso dice: “Así se vivía en el año 80, después en el 2000, en el 2005”. Y uno va dejando testimonio.
Por ejemplo, “Mil oficios”, en la época de Fujimori nadie tenía trabajo y había que trabajar de lo que sea. “Así es la vida” comenzó el crecimiento vertical de la ciudad. Y “Al fondo hay sitio”, el encuentro de dos clases sociales. Yo siempre he buscado eso, me gusta que el espectáculo sea familiar. Yo no era ningún puritano ni nada, pero me molestaba que a las 8 de la noche en las telenovelas venezolanas, brasileñas, mexicanas veías unas ‘pachamanqueadas’. (...) Bueno, me siento orgulloso cuando veo que se sienta todo el mundo frente al televisor.
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—Cuéntame sobre la dinámica de desahogo que había una vez al mes en “Al fondo hay sitio”
—El primer lunes de cada mes. Y ya lo veníamos haciendo en “Así es la vida” y en “Mil oficios”. Siempre cuando hay un grupo familiar hay tendencias divisionistas, hay críticas por lo bajo, que es normal. Pero si tú no le pones coto a eso, se comienzan a formar bandos, y yo lo que evito es formar bandos. Entonces los días lunes nos criticábamos. (...) Te estoy hablando en términos muy suavecitos, pero a veces había voces altisonantes para defender su posición. (...) Es que es un gran grupo humano. Eso es para mí muy importante. A veces la prensa ha querido romperlo, pero hemos sabido superar eso. A mí no me interesa lo que hagan fuera del estudio. A mí lo que me interesa es lo que hagan en el estudio.
—Hubo denuncias por acoso y por bullying. ¿Cómo las manejaste?
—Ya lo he dicho muchas veces: las puertas de mi oficina siempre han estado abiertas, siempre. Y me han venido a contar problemas. En los ocho años que estuve con ellos, ni una sola vez, ni una, ni Wiese ni Mayra vinieron a decirme: “Esto está pasando”. Yo hubiera tomado cartas en el asunto. (...) Yo fui uno de los grandes sorprendidos cuando eso salió al aire. No tenía que manejar si el problema no había llegado a mí. El problema se vio cuando ya estábamos fuera del aire y contesté... Y si hubiera sido cierto, yo le hubiera puesto freno de inmediato.
—Muchas veces se habla de que tienes una fórmula de visionario porque todos estos productos llegan al éxito. ¿Coincides? ¿Cómo haces?
—No, no, no, no, sería demasiado vanidoso. Yo tengo suerte de saber ponerle el ojo a alguien y decirle que lo va a hacer. A veces también me he equivocado. Solamente que pasan desapercibidos.
—Has afirmado que vas a ser teatrero hasta el final de tus días…
—Yo nací teatrero y moriré teatrero. ¡De todas maneras! Sería a esta edad pretender hacer otra cosa. Hay dos cosas en mi vida que todavía me faltan hacer.
—¿Cuáles?
—Primero, quiero hacer cine. Estoy desesperado por hacer cine. Y lo segundo, tener mi propio teatro, que creo que eso sí no lo voy a conseguir (...) Hubiera sido lindo que el Canout llegara a ser. Pero, así es la vida y al fondo hay sitio y hay mil oficios.
Con la llegada de la pandemia, 'Betito' desalojó las butacas rojas del teatro miraflorino y miró como un asistente aquello que él resucitó con los años y que después tildó en quiebra: “El escenario lo hice con material acústico, le hice una inclinación especial. Le hice camerinos. Pero así es. Lo bueno es salir del hoyo, y espero salir del hoyo. Estoy en eso”.
Ahora desempolva las butacas verdes del teatro Jade, en Lince, y se repite: “Efraín, olvídate, habrá que comenzar de nuevo”.
—¿Y se puede vivir de la actuación?
—No, en esta época no, pero hubo grandes épocas en las que sí se podía vivir del teatro. Del teatro, no de la televisión, del teatro. Había compañías privadas (...) Ahora cuentas con los dedos de la mano los teatros que están funcionando y que son rentables. El teatro es caro, eso es definitivo, pero si la afluencia es poca, va a resultar más caro.
—¿Recomendarías estudiar Teatro ahora?
—Es que las épocas de las vacas flacas pasan y vienen inexorablemente las vacas gordas. Y yo veo el futuro de las de la actuación y del actor en las redes. Para mí el teatro va a seguir siendo teatro. (...) El avance de la tecnología es tan rápido que te da la posibilidad de todo. Ahora tú puedes hacer una novela con cuatro teléfonos de alta calidad.
Efraín confía en las redes, aunque él no sea un usuario perseverante. Dice que le desagrada advertir errores ortográficos —"Seguro escriben boom con v”—. No tiene Twitter ni Instagram, y su hijo maneja su Facebook. Le pone play a la "Sinfonía del Nuevo Mundo", de Antonín Dvořák, y disfruta tanto como cuando leyó “La hora azul”, de Alonso Cueto, o cuando afirma que su esposa, Isabel Elena, es la persona más importante de su vida.
Su intervención en la política es historia aparte. Sin embargo, subraya cuál es su objetivo ahora como regidor metropolitano de Lima: “Los regidores no somos ejecutivos, somos gente normal que fiscaliza. Lo que sí voy a darle es un gran apoyo a la Dirección de Educación y Cultura, ese es mi compromiso”. Promueve, además, las campañas nacionales contra la pérdida de audición: “Tener deficiencias no debe ser motivo de vergüenza”.
—La vergüenza no forma parte de tu vocabulario tampoco…
—Soy atrevido a veces con mi vocabulario, y muy atrevido, pero fuera de cámaras. (Risas)