En noviembre de 2004, Jürgen Habermas viajó a Japón para recibir el Premio Kioto, convocado por una empresa tecnológica y dotado con 800.000 euros. Allí impartió dos conferencias. La primera la dedicó al libre albedrío y la responsabilidad del ser humano. En la segunda atendió el encargo de sus anfitriones: “Por favor, hable de usted mismo”.
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Era la primera vez que lo hacía en público. Tenía 75 años y estaba a 9.000 kilómetros de su casa. Allí recordó las dolorosas operaciones de paladar a las que fue sometido de niño en su ciudad, Düsseldorf, para tratar de corregir una fisura congénita que marcó para siempre su pronunciación. También recordó la “sensación de vulnerabilidad” que eso le causaba. Luego habló de la otra gran herida que ha marcado su vida, un pasado poco ejemplar del que su familia formó parte: sus padres lo alistaron con 10 años a las juventudes hitlerianas y su progenitor, afiliado al partido nazi, terminó en las cárceles estadounidenses como prisionero de guerra (…).
Como a todos los galardonados, también a Habermas le tocó acuñar una máxima destinada a la juventud. La suya dice: “Nunca te compares con un genio, pero trata siempre de criticar la obra de un genio”. Él se ha pasado la vida poniendo esa frase en práctica. Es lo que se deduce de la lectura de la biografía que le dedicó su discípulo Stefan Müller-Doohm en 2014 y que Trotta acaba de publicar en castellano en versión de Alberto Ciria.
Jürgen Habermas suele recordar que lo que convierte a un sabio en intelectual es la capacidad de irritarse. Él fue lo segundo antes de ser lo primero. En 1953, cuando ultimaba su tesis doctoral sobre Schelling en la Universidad de Bonn bajo la dirección de Erich Rothacker —que en 1933 había pedido el voto para Hitler—, Habermas recibió un regalo de manos de su amigo Karl-Otto Apel: el nuevo libro de su pensador vivo favorito, Martin Heidegger. Se trataba de Introducción a la metafísica, las clases que el autor de Ser y tiempo había impartido en Friburgo en 1935.
Aquel “curso impregnado de fascismo” lo llevó a enviar un artículo al Frankfurter Allgemeine Zeitung cuyo título lo dice todo: ‘Pensando con Heidegger contra Heidegger’. Uno tenía 63 años, el otro, 24. Más que el desprecio del viejo pensador por el igualitarismo democrático, lo que molestaba al joven era su negativa a la autocrítica y la posibilidad de que ese silencio contaminara su filosofía: “¿Puede interpretarse también el asesinato planificado de millones de personas, del que hoy ya no ignoramos nada, como un error que nos fue deparado como un destino en el contexto de la historia del ser? ¿No es la principal tarea de los que se dedican al oficio del pensamiento la de arrojar luz sobre los crímenes que se cometieron en el pasado y mantener despierta la conciencia sobre ellos?”.
Heidegger tardó dos meses en contestar. Lo hizo en una carta a Die Zeit para aclarar que el movimiento al que se refería no era el nazi, sino el encuentro entre el hombre y la técnica. Sonaba a salida por la tangente (…).
Meses después de aquella polémica, Jürgen Habermas publicó su primer artículo largo en la prestigiosa revista Merkur: ‘La dialéctica de la racionalización’. En él analiza la alienación que generan tanto el trabajo en cadena como el consumo sin freno. Y avisa: de la producción al transporte, pasando por la comunicación o el ocio, la “cultura de las máquinas” terminará dominando nuestra vida. Cada día estaremos más lejos de la naturaleza y del resto de los seres humanos. Hace seis décadas de aquel aviso.
El encontronazo heideggeriano y ese artículo, empezando por el título, provocaron una llamada: Theodor Wiesengrund Adorno quería conocerlo. El coautor de Dialéctica de la Ilustración había vuelto del exilio americano para reconstruir el Instituto de Investigación Social (IIS), que pasaría a la historia de la cultura como Escuela de Fráncfort y a la del humor culto como Café Marx o Gran Hotel Abismo.
En 1956, Habermas ingresó en el Instituto como ayudante de Adorno y sin sueldo los seis primeros meses (…). Sin embargo, no todo era armonía. A Max Horkheimer, codirector del IIS, le irrita de tal manera la militancia pacifista y antinuclear del nuevo ayudante que pide a su colega que lo despida. Adorno, que no se doblega, solo se explica tal animadversión porque el veinteañero le recuerda a Horkheimer su propio pasado socialista, del que reniega.
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La sombra de la República Democrática Alemana era muy alargada y enrarecía cualquier discusión en la República Federal. Tanto que durante la Guerra Fría Habermas se describe como “anti-anticomunista”. “Yo no soy marxista”, escribe, “en el sentido de que haya creído en el marxismo como si fuera un certifi cado de patente. Pero el marxismo me dio el estímulo y los medios analíticos para investigar cómo se desarrollaba la relación entre democracia y capitalismo” (…).
En 1979, el francés JeanFrançois Lyotard publicó un “informe sobre el saber” en la sociedad posindustrial cuyo título haría fortuna: La condición posmoderna. Conceptos como conocimiento, libertad y progreso quedaban estigmatizados como grandes relatos destinados a legitimar una autoridad intelectual y política caducas.
Tras ellos no habría más que interés y voluntad de poder. Habermas respondió a lo que calificó de pensamiento “neoconservador” con una vehemente defensa de los valores de la razón ilustrada. También él tenía un título afortunado: La modernidad: un proyecto inacabado. En su opinión, sobre la línea antimoderna “francesa” —que lleva de Bataille a Derrida y pasa por Foucault— “pende el espíritu de un Nietzsche redescubierto en los años setenta”.
En 1981, el filósofo de la “esfera pública” termina, con 52 años, su obra más importante, un “monstruo”, en sus propias palabras, “recalcitrantemente académico”: Teoría de la acción comunicativa. En sus dos tomos sintetiza sus investigaciones filosóficas y sociológicas para defender los valores del acuerdo, el consenso y el mutuo entendimiento.
No se trata, sostiene, de buscar la verdad al margen de los intereses, sino de rastrear el modo en que las ideas de verdad, libertad y justicia están “constitutivamente insertas” en las estructuras del lenguaje. Los fundamentos de una sociedad no pueden proceder de un más allá metafísico —religioso, político o económico—, sino del lenguaje que comparten sus ciudadanos: “La verdad no existe en singular”. De ahí la fe de Habermas en la democracia deliberativa y en lo que más tarde —frente a la ebriedad nacionalista que conllevó la reunificación alemana— denominará “patriotismo constitucional”, un concepto que terminará extendiéndose por toda Europa (…).
En aquel discurso autobiográfico de Kioto, Jürgen Habermas aceptó la etiqueta de “filósofo intelectual”, pero rechazó la de clásico y hasta la trascendencia de su biografía particular. La tarea del intelectual, dijo, no es más que “mejorar el lamentable nivel de discurso de las confrontaciones públicas” y evitar a toda costa el cinismo.
Un clásico es otra cosa. “En nuestra disciplina”, explicó, “se denomina clásico a aquel que con su obra permanece como un contemporáneo. El pensamiento de tales clásicos es como un volcán en ebullición que va depositando como escoria las distintas fases de su biografía. Esta imagen nos la imponen los grandes pensadores del pasado cuya obra resiste el cambio de los tiempos. Por el contrario, nosotros, los filósofos contemporáneos, que no somos otra cosa que profesores de filosofía, permanecemos solo como contemporáneos de nuestros contemporáneos”.