Los casos de reinfección por COVID-19, reportados principalmente en dos recientes estudios, muestran que las personas que se contagian por segunda vez pueden ser asintomáticos o padecer una enfermedad más grave que la primera vez. Estos hallazgos han puesto en duda la protección que brinda la inmunidad adquirida por una infección de este coronavirus, el SARS-CoV-2.
La doctora Maitreyi Shivkumar, profesora de Biología Molecular en la Universidad de Montfort (Reino Unido), explicó en un artículo publicado en The Conversation por qué una respuesta inmune debilitada, como en el caso del reinfectado más grave, no significa que una futura vacuna no pueda protegernos. La clave está en cómo funciona nuestro sistema inmunológico.
De acuerdo con la especialista, una infección de cualquier tipo activa al inicio la respuesta inmune innata, en la que los glóbulos blancos producen la inflamación. Este proceso puede ser suficiente para eliminar el virus. “Pero en infecciones más prolongadas, se activa el sistema inmunológico adaptativo. Aquí, las células T y B reconocen estructuras distintas (o antígenos) derivados del virus. Las células T pueden detectar y destruir células infectadas, mientras que las células B producen anticuerpos que neutralizan el virus”, detalla Shivkumar.
Algunas de estas células T y B, llamadas células de memoria, siguen presentes mucho después que la infección termina. Estas células son claves para la protección a largo plazo, ya que en una infección posterior “se activan rápidamente e inducen una respuesta sólida y específica para bloquear la infección”.
Una vacuna imita esta infección primaria: proporciona antígenos del virus debilitado, inactivado o partes de este que preparan al sistema inmunológico adaptativo y genera células de memoria que pueden activarse rápidamente durante una infección real. Pero, según indica Shivkumar, tienen ciertas ventajas frente a la inmunidad natural ya que pueden diseñarse para enfocar el sistema inmune contra antígenos específicos que provocan mejores respuestas.
“Por ejemplo, la vacuna contra el virus del papiloma humano (VPH) provoca una respuesta inmune más fuerte que la infección por el propio virus. Una razón de esto es que la vacuna contiene altas concentraciones de una proteína de la cubierta viral, más de lo que ocurriría en una infección natural”, afirma.
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En el caso del SARS-CoV-2, tiene en su cubierta las proteínas S, que usa para entrar a las células. Por esa razón, una gran cantidad de candidatas a vacuna se enfocan en esta parte del virus.
Asimismo, señala que muchos virus usan tácticas para evadir la respuesta inmune, como ocultar ciertas proteínas. Pero una vacuna puede proporcionar los antígenos que sí presentan dichos virus, de manera que el organismo pueda responder mejor.
Por otro lado, las vacunas usan adyuvantes, compuestos que generalmente activan la respuesta inmune y pueden mejorar su eficacia. “Junto a esto, la dosis y la vía de administración pueden controlarse para estimular respuestas inmunes apropiadas en los lugares correctos”, indica.
Explica que, si bien las vacunas que se aplican en el músculo generan una respuesta fuerte, se ha demostrado un particular éxito en la vacuna oral contra la poliomilelitis, ya que el poliovirus se replica en el intestino.
“De manera similar, administrar la vacuna contra el coronavirus directamente en la nariz (por ejemplo, un spray nasal) puede contribuir a una inmunidad mucosa más fuerte en la nariz y los pulmones, ofreciendo protección en el sitio de entrada (del virus)”, añade.
Por último, destaca que el hecho de que se haya demostrado que los niveles de anticuerpos disminuyan en pocos meses no significa que la respuesta inmune esté en duda, ya que, como demostró un reciente estudio, las células T de memoria reaccionaron contra el coronavirus que causa el SARS casi dos décadas después de que las personas se infectaron.
En ese sentido, sostiene que una vacuna que produzca una fuerte respuesta de células T “puede ser la clave para una inmunidad duradera”.