Por Carlos Meléndez Guerrero "Los outsiders no duran para siempre. Si alguna vez lo fueron, basta un segundo intento para expropiarles de tal identificación. Alejandro Toledo pudo ser un outsider en 1995, aunque ello sea discutible". Carlos Meléndez Guerrero. Todos hablan de ellos. Muchos quieren serlo. Otros los detestan. De un tiempo a esta parte, forman parte del glosario de los analistas. Su mención invade las columnas de la prensa. Se dice que uno de ellos podría ganar las elecciones. Al lector no le queda más que acostumbrarse al término. Se da por sentado que se comprende qué es, aunque no todos coincidan con su significado. La timidez inhibe a muchos a hacerse la pregunta en voz alta. Finalmente, entonces, ¿qué es un outsider? Un outsider es alguien nuevo en política. Pero no todos los nuevos en política son outsiders. Para serlo, además, tienen que emerger por fuera del sistema político. Los intentos golpistas y rebeliones militares en Venezuela y Ecuador produjeron outsiders presidentes: Hugo Chávez y Lucio Gutiérrez, respectivamente. El candidato presidencial Ollanta Humala quisiera ser el siguiente. Pero, nuestro primer outsider, Ricardo Belmont, provenía de los sets de televisión. Irrumpió en 1989 en un escenario aparentemente monopolizado por los partidos políticos denominados "tradicionales". Es decir, la emergencia de un outsider supone la existencia de un establishment político. Entonces ¿existe en la actualidad un sistema partidario en el país? Pregunta confusa porque si lo hubiera, estaría por consolidarse y algunos de los que lo integran podrían desaparecer en julio del 2006. Si no hay tal sistema, ¿cómo alguien podría provenir por fuera de un sistema inexistente? Se dice que los outsiders llevan consigo un discurso antipartidario. En nuestro país parecería que todos los outsiders tienen que cumplir con este requisito. Fujimori lo hacía con creces y metía en un mismo saco a toda la "clase política". Otros quieren hacer lo mismo ahora. Es fácil identificarlos por el uso extensivo –de tono peyorativo– de los adjetivos "tradicionales", "electoreros", "ideológicos", entre otros. Sin embargo, existen outsiders tolerantes a la política partidaria. A pesar de sus inicios dubitativos, Vargas Llosa fue un outsider que hizo alianzas con partidos tradicionales, como recordamos. Hay que estar alertas de los insiders (líderes provenientes de los mismos partidos políticos) que por sus discursos en contra de las "cúpulas partidarias" puedan parecer outsiders. Carlos Menem, en Argentina, transformó severamente la organización del Partido Justicialista y produjo la paradoja de aplicar reformas de ajuste desde un partido con raíces sindicales. Otros pueden ser más radicales aún, como Rafael Caldera, formado originalmente en el COPEI venezolano, que formó su propio partido (Convergencia Nacional) para atacar a la misma "clase política del punto fijo" a la que había pertenecido. No todos los antipartidos, entonces, son outsiders. Los outsiders no duran para siempre. Si alguna vez lo fueron, basta un segundo intento para expropiarles de tal identificación. Alejandro Toledo pudo ser un outsider en 1995, aunque ello sea discutible. Pero el 2000 y 2001 claramente no lo fue. Por más endeble y precario, él y Perú Posible ya formaban de alguna manera parte del débil sistema en ciernes, aunque quizás pronto desaparezca. Más allá de tipologías y matices, los outsiders tienen en común la exacerbación de la personalización de la política y la improvisación organizativa y propositiva. Buscan representar el descontento social (eso que alguna vez lo hiciera la izquierda), pero solo sirven de amortiguador. La experiencia nos ha enseñado que la solución de las crisis sociales solo se posponen con los outsiders. El radicalismo y la conflictividad van encubando mientras éstos crean el espejismo de la representación "de un peruano como tú". La genuina representación se forma en la mediación de las demandas sociales movilizadas y no en las aventuras mesiánicas que se ofertan a diestra y siniestra.