Política

Bibliotecas, muerte y vida

Anahí Baylon Albizu. Biblioteca Municipal de Piura.

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Por poco que busquemos en Google pronto encontraremos decenas de referencias de bibliotecas saqueadas, incendiadas, destruidas a lo largo y ancho del mundo y por lo menos desde hace unos cuatro mil años. Las “explicaciones” siempre tienen que ver con fanatismos religiosos o políticos dentro y fuera de un contexto de guerra, que más que explicaciones son excusas porque lo que buscan los agresores es siempre destruir el espíritu de las víctimas del mismo modo que los violadores y torturadores.

Las bibliotecas, al acopiar libros sea de papel o en cualquier otro soporte, lo que hacen es preservar aquello que representa, que interesa a su comunidad o aquello que ella produce, es decir que están vinculadas a la cultura, a la visión que un pueblo tiene del mundo y al modo en que la gente se vincula entre ella y con los otros. Eso son las raíces, lo que da soporte a una comunidad. De ahí que la manera más sencilla de eliminar a un pueblo sea despojarlo de sus raíces, empujarlo a que olvide todo su pasado y sus perspectivas de futuro. Lamentablemente para los depredadores, esos saberes permanecen y en algún momento salen a flote.

En nuestra época se ha abordado la necesidad de proteger los bienes culturales recién desde 1954 cuando se firmó la Convención Internacional de La Haya como reacción a la destrucción del patrimonio ocurrida durante la Segunda Guerra Mundial y aún después de finalizado el conflicto (recordemos la expulsión de los palestinos en 1948 y la destrucción y el robo no solo de su patrimonio público sino de los libros y documentos de propiedad privada por parte de los israelíes). Sin embargo ha seguido ocurriendo lo mismo después de 1954 ahí, en el territorio palestino usurpado por los israelíes como en otros lugares del mundo. Cada conflicto trae consigo la destrucción y el saqueo de bibliotecas públicas, universitarias o privadas, archivos y museos. Y siempre es el mismo formato: robo, saqueo y destrucción, pero no lo hacen para vender lo que encuentran, lo que sería de alguna manera más fácil de comprender, sino con la intención de infligir el mayor daño posible al otro afectándolo en su propia alma, por lo que no estamos ante el simple pillaje de los delincuentes comunes sino frente a un caso de máxima inmoralidad ya que en (me atrevería a afirmarlo) casi todos los casos, los que actúan de este modo provienen de sociedades en las que obviamente esa actitud está prohibida por las leyes y las costumbres.

Veamos algunos ejemplos: los nazis frente a los judíos, comunistas o sindicalistas; los actuales sionistas de Israel frente a los palestinos; las dictaduras de los 70 en el Cono sur que en agosto de 1980 quemaron más de un millón de libros del Cedal en Buenos Aires y que en Uruguay no solo eliminaron libros de Sartre, Víctor Hugo y Zola sino también la Biblia Latinoamericana. Todos eran conscientes de que lo que hacían (y hacen) no es compatible con las normas de la sociedad cristiana y occidental a la que dicen defender. Ya sabemos cómo terminaron los nazis y las dictaduras más cercanas a nosotros. No se puede eliminar el alma de un pueblo, por más que lo intenten tarde o temprano renace, como lo están haciendo los pueblos originarios de América a partir de sus idiomas y sus costumbres después de más de tres siglos de intentar eliminarlos y absorber sus despojos. En América no había bibliotecas de papel para quemar, por eso se dedicaron a borrar sus memorias que, como en Fahrenheit 451, guardaba todos sus saberes. En soportes físicos o en la memoria de sus gentes, las bibliotecas no mueren por toda la eternidad, en el peor de los casos hibernan esperando tiempos mejores.

Redacción: La Periferia es el Centro. Escuela de Periodismo - Universidad Antonio Ruiz de Montoya.