Mientras tanto la cosa se mantiene en el turbión de la conflictividad.,La última encuesta IEP muestra a un Martín Vizcarra que sigue en la cresta de la ola, en términos de aprobación genérica. ¿Qué significa? Por lo pronto él es visto como parte del movimiento de opiniones contra la corrupción que en la misma encuesta eleva al fiscal Domingo Pérez a un 67% de aprobación. ¿Hay algo más allá de eso? Cuando se desagrega ese 57% de aprobación, que es más en otras encuestas, la imagen cambia. Un cuadro muestra que de junio a noviembre ha crecido la aprobación (con bien/muy bien) en todos los aspectos consultados de su gestión. Salvo la economía, donde la aprobación se mantiene pareja en 14% de octubre a la fecha. Sin embargo, salvo el salto que ha dado en lucha contra la corrupción, las nuevas cifras aprobatorias mejoradas de su gestión en noviembre están por debajo del 20%. Vale decir que 80% de los consultados no está aplaudiendo. Incluso la gran aprobación de Vizcarra ha venido descendiendo levemente, y lo mismo pasa con puntos clave de su gestión. El conjunto de estas debilidades no parece importante, por lo menos hoy, pues esta presidencia no está siendo considerada por su performance administrativa (poco tiempo, problemas más urgentes), sino por su capacidad de sobrevivir ante poderes rivales. Algo que viene logrando por todo lo alto, en victorias que parecen permanentes. La teoría optimista de esta situación es que llegará el momento en que los peligros para el gobierno y las urgencias de la polémica moralización-antimoralización retrocederán, para que empiecen a avanzar los temas del día a día gubernativo. Aunque los presidentes no suelen cosechar los avances sociales y económicos, vistos como hechos naturales. Mientras tanto la cosa se mantiene en el turbión de la conflictividad, algo que ciertamente los resultados del referendo no van a cambiar. Mientras los opositores sigan en el cepo judicial, algo que va para rato, y no logren recuperar algo de la fuerza política perdida, Vizcarra puede dormir tranquilo. Aunque la acumulación de críticas a la gestión propiamente dicha tiene un límite, y puede convertirse en un argumento político, incluso en uno no partidista. Sobre todo si las cosas empiezan a tocar los bolsillos populares.