Después de casi 25 años de seguir carreras paralelas, el director uruguayo Alejandro Legaspi y su hijo, el actor Julián Legaspi, han podido, por fin, trabajar en una película juntos. Se llama La última noticia y se estrena hoy en el Festival de Lima., Julián era el chico de la claqueta. Tenía 14 años y había venido de vacaciones a Lima justo por los meses en que su padre, el uruguayo Alejandro Legaspi, codirigía su segundo largometraje de ficción: Juliana, las aventuras de una niña que se viste como un chico para ser parte de una pandilla y sobrevivir en las calles de la ciudad. Después de que anunciaba el número de escena y de toma y hacía sonar la claqueta con el sonido característico, Julián se quedaba mirando a los jóvenes actores. Eran más o menos de su edad y parecían divertirse mucho, sobre todo en las escenas de acción, cuando escapaban de los "policías" a la carrera. En el fondo, los envidiaba. Él también quería actuar. Los Legaspi –Alejandro, su mujer y Julián, entonces de dos años– se instalaron en Lima en 1974, escapando del ambiente opresivo impuesto en Uruguay por la dictadura militar, que perseguía a los opositores, censuraba medios y había cerrado espacios culturales como la Cinemateca del Tercer Mundo, donde el cineasta trabajaba como documentalista. En 1984, la madre de Julián retornó a Montevideo con él y con su hija menor, Soledad. Alejandro se quedó en Lima. Para entonces ya había fundado el Grupo Chaski (junto con Stefan Kaspar y un grupo de cineastas nacionales), que había estrenado exitosamente su primer largometraje: Gregorio, la historia de un muchachito de los Andes y su encuentro con la violenta y caótica capital. No fue hasta 1988, cuando tenía 16 años, que Julián volvió. Extrañaba a su padre y extrañaba ese mundo de cámaras y luces. En Lima terminó la secundaria y una tarde Alejandro lo sentó a preguntarle qué quería hacer con su vida. Julián dice que su plan era estudiar Publicidad y Manejo de Cámara y que la idea de estudiar Teatro salió de su padre. Alejandro tiene un recuerdo diferente. –Me dijo "quiero ser actor". Yo le dije que la vida de los actores es difícil, pero él insistió. Al final le dije "está bien". Se metió a estudiar con Ruth Escudero. Y contrario a mis vaticinios, le fue muy bien (risas). Una historia de violencia A lo largo de casi 25 años, las carreras profesionales de Alejandro (66) y Julián Legaspi (43) han discurrido de manera paralela, sin cruzarse, a pesar de que uno es director y el otro actor. Cosa curiosa, aunque quizás no tanto. El cineasta ha preferido proyectos cinematográficos de corte social, en particular documentales. Su hijo ha transitado principalmente el mundillo frívolo de la televisión, con eventuales incursiones en teatro y cine. Cada uno ha sido feliz haciendo lo suyo y viendo al otro desarrollarse en su propio ámbito. Y nunca surgió la posibilidad de trabajar juntos. Hasta ahora. El proyecto que los ha unido se originó en los noventa, cuando Alejandro leyó una entrevista que le hicieron al periodista ayacuchano Abilio Arroyo, amigo del reportero de La República Jaime Ayala, asesinado por la Marina en 1984. Alejandro se interesó en la historia de Ayala, viajó a Huanta y habló con Arroyo pero, por diversas circunstancias, todo quedó en esbozos. Hace unos años decidió resucitar el proyecto, pero reformulándolo. Ya no era la historia de Jaime Ayala, sino la de un joven disc jockey de un perdido pueblo de los Andes cuya vida, y la de todos a su alrededor, cambia drásticamente con la llegada de Sendero Luminoso y la posterior aparición de las Fuerzas Armadas. Desde el principio Alejandro tenía claro que no necesitaría hacer casting para encontrar a los dos actores principales. Uno, el protagonista, no podía ser otro que Pietro Sibille. El otro, el amigo del disc jockey, el maestro de escuela educado en la capital, un tipo cuya actitud hacia los alzados en armas evoluciona a lo largo de la película, era un personaje que le quedaba muy bien a ese actor con el que llevaba queriendo trabajar hace mucho. Su hijo Julián. Estrella de los noventa El ángel vengador: Calígula le cambió la vida. La miniserie de Luis Llosa convirtió a Julián en el sex symbol de la primera mitad de los noventa. Las chicas se morían por él y los chicos querían manejar sus motos y entregarse a la juerga como solo él sabía hacerlo. Alejandro se ríe al recordar que su hijo, que entonces tenía 22 años y todavía vivía con él en Miraflores, no podía subir a un ómnibus porque desataba una locura. Julián recuerda que alguna vez un grupo de colegialas casi lo hizo caer de su moto cuando se le trepó encima; recuerda los días en que iba a un bar y no le dejaban pagar la cuenta o la vez en que quiso viajar en clase Turista y la aeromoza le pidió que le hiciera el favor de sentarse en Primera Clase. –Yo siempre traté de que todo eso no se le subiera a la cabeza– dice su padre. –Porque no iba a ser para siempre; en algún momento iba a pasar. Julián aprovechó la popularidad de esos años y se mantuvo en vigencia con las telenovelas de Iguana y, después, con las superproducciones de América Televisión. Entrado el nuevo siglo, estaba claro que sus días de estrella de televisión habían pasado. Pero eso no pareció importarle, mientras siguiera haciendo lo que lo apasionaba: actuar. Trabajó en el Perú y también en el extranjero. En total participó en más de 20 producciones televisivas, entre miniseries y telenovelas, fuera de sus papeles en el teatro y en el cine. Su última incursión cinematográfica fue junto a su amigo Renato Rossini en la denostada Al filo de la ley. Julián dice que está de acuerdo con las críticas y que está seguro de que si Rossini emprende una segunda parte, las tomará en cuenta. –Mi madre es crítica de cine, así que estoy acostumbrado. Un rodaje familiar Alejandro y su equipo del Grupo Chaski rodaron La última noticia en cuatro semanas y cuatro días, en Lima y en Ayacucho. Julián dice que nunca dejó de admirar la seguridad con que su padre dirigió todo, desde el desempeño de los actores hasta los tiempos de rodaje, que se cumplían estrictamente. –No se colgaba una escena. Era impresionante. Y su fortaleza física. Era tardísimo, hacía un frío de mierda y mi viejo estaba con una chompita. Yo le decía "papá, ¿te traigo un caldito?" y él "no, no, así estoy bien". Era el primero en levantarse y el último en acostarse. Alejandro siente que Julián se comprometió con esta cinta como nunca antes lo había hecho con ningún otro proyecto. Proponía, sugería cosas, se ofrecía a hacer tareas en el rodaje, al punto de que su padre tuvo que decirle, con una mezcla de exasperación y amor, que basta, que su papel era el de actor y que lo dejara en paz. Además de estar pendiente de que a su padre las cosas le salieran bien, Julián se preocupó mucho por estar a la altura del papel. Sabía que podía resultar poco verosímil verlo a él como un maestro de la sierra y por eso se aplicó en encontrar la gestualidad, el porte y el acento adecuados. Le tocó a él hacer la última escena. Su personaje entra a la escuela y encuentra a unos estudiantes haciendo pintas senderistas. Los mira asustado, preocupado, y sigue su camino. Cuando Alejandro gritó "¡corte! ¡queda!", una salva de aplausos anunció que el rodaje había acabado. Julián caminó hacia su padre y lo abrazó con fuerza. Unas lágrimas cayeron por sus mejillas. Tuvieron que pasar 25 años para que padre e hijo pudieran hacer una película juntos. No importa mucho lo que pase ahora. El chico de la claqueta cumplió su sueño.